Una terrícola en Titán - Capítulo trece
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Imagen editada con Canva. Fuente de la imagen: Pexels
Era una mañana primaveral en los jardines imperiales. Me encontraba caminando sin rumbo fijo, contemplando las flores y los árboles que empezaban a lanzar sus hojas como si estuvieran en otoño. Al ponerme de pie frente a un árbol de flores de madera, empecé a reflexionar sobre mi situación actual.
Dos años pasaron desde que me casé con el general Adelbarae Borg. Durante el primer año, uno particularmente lleno de altibajos, hice todo un esfuerzo monumental en ganarme su respeto y confianza, así como el afecto de al menos uno de sus miembros, siempre fingiendo lealtad y obediencia; lo que recibí a cambio fue menosprecio, miradas de indiferencia e ignorancia intencionada.
Mi primera vez con mi marido aconteció en la noche siguiente, al mudarnos al palacio imperial. Todo fue brusco, sin ningún juego previo, sin caricias ni besos. El tipo simplemente me exigió que me pusiera en tal posición, y eso hice; apreté los labios para no llorar del dolor que me infringía. La experiencia fue tan horrible que terminé llorando en silencio, acurrucada en el lecho, mientras el infeliz se largaba a pasar el resto de la noche con Ecclesía. Gracias a Dios no quedé embarazada; había bebido previamente el anticonceptivo que Meleke me había proporcionado, de modo que ningún hijo quedó anidado en mi vientre.
Pero la parte más difícil inició en las semanas siguientes. Tal y como Meleke me advirtió, poco a poco empezaron a aislarme de cualquier asunto concerniente a la familia, en especial si se trataba de mi futuro. Mis interacciones con la familia siempre estaban acompañadas de presión por quedar embarazada, de ignorancia premeditada y, sobre todo, de constantes recordatorios de cuál es el lugar que ocupo en la familia. Y si así eran mis interacciones con la familia, imagínense cómo son las que suelo tener con los demás familiares y amigos de la familia, en especial con ese idiota de Zorg y de la Alta Concubina. De esos dos tenía que tolerar puyas y sarcasmos, recordándome cuán inferior es una esposa esclava; por supuesto, no reaccionaba ante sus comentarios. De hecho, ni siquiera me tomaba la molestia de tomármelo tan personal como ellos lo esperaban. Mi querido abuelo, en paz descanse, siempre me decía que no tomase con seriedad a los imbéciles.
Pero no todo era presión, soledad y estrés, gracias a Dios. También empecé a interactuar con los sirvientes del palacio con todo el máximo cuidado y discreción posibles. De vez en cuando les regalaba algún dulce, los invitaba a tomarse conmigo una taza de té para tratar de aminorar la soledad en la que me encontraba en ese nido de serpientes; no les sonsaqué información de manera inmediata, sino que fui por algo más genuino, como preguntarles qué tal les iba el día y si hablaban con sus familias. A algunos les llegué a prestar dinero por alguna emergencia, y me lo devolvían de poco en poco. Una vez construido ese rapport, empecé a preguntarles por fingida curiosidad si había algún modo de entrar a la biblioteca imperial sin el permiso de mi marido o del patriarca de la familia, pues quería leer algún libro de poesía; la mayoría me respondió que no era posible sin ese permiso.
Gülbahar, quien se casó con el archiduque de Von cinco meses después de mi boda con Adelbarae, me confirmó la información una tarde que me la encontré en los pasillos del palacio. Aprovechando que no había nadie cerca, o al menos de que nadie estuviera vigilándonos, Gülbahar y yo hicimos confidencias sobre nuestras vidas matrimoniales.
Si bien su matrimonio no era tan complicado como el mío, el archiduque de Von, conocido por su severidad y su pasión por las artes, recibía mucha presión por parte de su familia en engendrar herederos. El detalle era que el archiduque no quería tener hijos con otra mujer que no fuera su querida Dulcinea, la sirvienta personal de la duquesa. Para Gülbahar, eso no representaba problema en su plan por largarse de este palacio; de hecho, ella misma instaba al archiduque a que continuara con sus encuentros con Dulcinea a cambio de algunas libertades, incluyendo la entrada a la biblioteca imperial. El archiduque le dijo que lo pensaría, por lo que hasta el momento estaba esperando su respuesta con paciencia.
Lancé un suspiro mientras me sentaba en uno de los banquillos de los jardines. Lo de Gülbahar apenas aconteció hace un par de meses. Si por mí fuera, podría tomar la iniciativa de solicitar esa dispensa, pero ni de chiste iría con Niloctetes o con Adelbarae con el mentado papel para que me autoricen el acceso. De los dos recibiría cuestionamientos incómodos, sobre todo porque estoy dejando paulatinamente de lado todo esfuerzo por agradarles. Y ni qué decir de Ralna y Ennio, quienes públicamente ni me dirigen la palabra; a esas dos no les pediría ayuda, aunque mi vida dependiera de ello.
Por lo consiguiente, lo único que podía hacer es esperar a que el archiduque le dé el permiso a Gülbahar para acceder a la biblioteca.
Unos murmullos interrumpieron mis pensamientos. Levantándome de mi asiento, presté un poco más de atención a esos murmullos, los cuales pronto estaban acompañados de risotadas. Fruncí el ceño cuando reconocí cada una de ellas. “Vaya… Esos tres. De nuevo. Me pregunto de quién se estarán burlando ahora… Aunque no me sorprendería si se trata de mí”, musité con molestia mientras me acercaba hacia el origen de las risotadas.
Cuando llegué a la parte norte de los jardines, procuré ocultarme entre los arbustos. A varios metros de mí, sentados sobre unos banquillos debajo de en un kiosco abierto, se encontraban Ecclesía, Zorg y mi marido, acompañados de un pequeño grupo de sirvientes, quienes les servían vino y fruta.
Ecclesía contaba toda clase de chismes sobre varios miembros de la corte, mientras que Borg y Zorg añadían cada uno su opinión al respecto, con un tono que mezclaba mofa, desprecio y sarcasmo. Si bien no me interesaba mucho el resto de la corte, escuché con atención los comentarios que hacían referencia al archiduque de Von.
“No entiendo cómo es que la duquesa no le permite al pobre archiduque casarse con la sirvienta. Digo, ambos son de muy pocas luces; hacen la pareja perfecta”.
“Creo que la duquesa no quiere mezclar lo inferior con lo superior”, señaló Zorg.
“¿Pero no sería lo mismo si el archiduque engendrase hijos con su actual esposa esclava? Ambas son inferiores”, cuestionó Borg.
Maldito clasista de mierda, pensé con rabia mientras escuchaba a Ecclesía diciéndole que la calidad era la gran diferencia entre ambas. Dulcinea había estado en el palacio toda su vida, desde que era una muchachita de unos 13 o 14 años proveniente de un orfanatorio; a su juicio, ella solo servía para traer el té y su salud débil no la hacía adecuada para engendrar herederos sanos. Ante este comentario, Zorg le respondió con seriedad: “Hablando de hijos, ¿cómo te va con Güzelay? Ralna me dijo que las cosas están… complicadas entre ustedes dos”.
Ecclesía arqueó una ceja mientras mi marido fruncía el ceño de la pura incomodidad.
“¿Güzelay aún no queda embarazada? ¡Qué sorpresa! Y pensar que ningún hombre la ha tocado antes que tú”, comentó la Alta Concubina con diversión mientras se llevaba una uva a la boca.
“Hago lo que puedo para dejarla preñada”, se excusó Adelbarae.
“Quizás sea estéril”, sugirió Zorg mientras bebía un sorbo de vino.
“Los médicos me aseguraron lo contrario. Es saludable y apta para darme hijos; quizás la presión que mi familia ejerce sobre nosotros la está perjudicando”.
“Perdona si disiento en ese lado”, convino Zorg mientras asentaba su copa. Mirando a mi marido con seriedad, dijo: “No es que quiera entrometerme en tu matrimonio, Adelbarae, pero ¿no has pensado que quizás ella haya recibido alguna orden de la Gran Concubina?”
Las reacciones de mi marido y su amante fueron una mezcla de asombro y estupefacción, aunque la mirada de Ecclesía pronto se tornó muy sombría. ¿Sabrá algo ella o está cavilando toda clase de planes maquiavélicos con esa información?
Contuve mi aliento mientras que el capitán de la guardia, aclarándose la garganta, añadió: “Hay rumores de que tu esposa recibió instrucciones de la Gran Concubina poco antes de la boda. Ignoro qué más hizo tu familia para cabrearla aparte del error innecesario de tu madre, pero sin duda alguna Güzelay está cumpliendo órdenes expresas de la familia imperial”.
“Ella no puede intervenir en los asuntos de las familias militares”, cortó Borg.
“¿Has olvidado, Adelbarae, de quién estamos hablando?”, objetó Ecclesía. “Es la hermana del emperador, y es mejor estar congraciados con ella, nos guste o no. Si ella le ordenó a Güzelay que no te dé herederos, es evidente que quiere dar una lección a tu familia por su osadía, en especial a tu padre”.
“Mis padres se disculparon por el incidente de hace dos años”.
“No es solo por el incidente que ella está haciendo esto, Adelbarae. Ve esto como un mensaje, un movimiento de poder sobre tu casa. El emperador de inmediato lo habrá captado al verte sin hijos. Meleke no es alguien con quien jugar, mucho menos tener desplantes. Tu padre lo sabe mejor que nadie”.
El general guardó silencio mientras Zorg, contemplando a ambos amantes, sugirió: “Si yo fuera tú, Adelbarae, hablaría con tu familia y después con la Gran Concubina. De ese modo, Güzelay recibiría la orden imperial de que deje de beber anticonceptivos y proceda a cumplir con su tarea”.
“O mejor hablaré directamente con esa tonta y le sonsacaré la verdad”.
“¿Crees sinceramente que ella te lo dirá, Adelbarae?”, cuestionó Ecclesía, escéptica. “Hazle caso a Zorg. Habla con tu familia y con la Gran Concubina; es mejor ir a lo seguro que hacer las cosas más complicadas”.
Borg frunció el ceño mientras se llevaba con brusquedad un pedazo de fruta a su boca. Zorg y Ecclesía cruzaron miradas, como si hubiera entre ellos una especie de entendimiento sobre la verdadera gravedad de la situación.
Mientras los observaba, empecé a reflexionar. Si hubiera rumores sobre las órdenes expresas de la Gran Concubina, desde hace tiempo que estarían girando por todo el palacio, y los Borg ya me habrían presionado para que hablara.
Mi instinto me decía que Zorg sabe más de lo que aparenta. Mi mente enseguida se puso a trabajar alrededor de la corazonada de que quizás había un espía en el harén que lo mantenía informado de todos sus movimientos. ¿Pero quién sería ese espía?, ¿en qué se beneficiaría Zorg de cualquier información relacionada con la Gran Concubina? ¿Acaso planea usar esa información contra la Gran Concubina o quizás estaba buscando demostrar su lealtad absoluta a Ecclesía?
Una lista de sospechosos se formó en mi mente de forma inmediata; en el harén había alrededor de veinte eunucos encargados de la vigilancia y protección de las concubinas; al harén entraban solo veinte sirvientas autorizadas. Cincuenta personas, cincuenta sospechosos de infiltrar información detallada sobre las actividades del harén. Setenta si contamos a los guardias que vigilan día y noche la entrada al recinto. Cualquiera podría ser el espía.
Como pude, me alejé en silencio, asegurándome de que no me hayan oído ni visto. Mi interior era un hervidero de preguntas y escenarios posibles ante lo que acababa de revelarse. Entrando a mis habitaciones, me dejo caer en la silla que está junto a la ventana, desde donde observo parte de los jardines imperiales.
Analizando con detenimiento la situación, pienso que Zorg no es tan estúpido como para ir al tú por tú con Meleke de forma abierta. No sin represalias desagradables por parte del príncipe Haeghar, a quien teme demasiado, según me contó Gülbahar. Por lo tanto, me quedo con la idea de que quizás esta información decidió compartirla con Ecclesía como una forma de demostrar su lealtad al hijo mayor de ésta, D’leh.
Un par de golpecitos interrumpieron mis pensamientos. Una de las sirvientas del palacio entró con una pequeña invitación en mano; era de la duquesa de G, quien me invitaba a una reunión de té para esta tarde después del almuerzo.
Cuando la doncella se retiró, me levanté de la silla y empecé a caminar en círculos, cavilando todas y cada una de mis opciones. Si la Gran Concubina estaba entre sus invitados, buscaría una oportunidad para deslizarle una nota con toda la información posible. Si no, le transmitiría la información a Gülbahar, a quien la duquesa parecía apreciar muchísimo. Si se lo decía delante de la duquesa, tendría que disfrazarlo de rumor, un riesgo que tendría que correr si consigo alertar a la Gran Concubina de que hay espías en el harén.
Con un suspiro, me acerco al armario para abrir sus compuertas y examinar la ropa que tenía disponible.
“¿Qué haces?”
Sobresaltada, me volví. Era Adelbarae, quien había entrado a las habitaciones, acompañado de uno de sus criados de confianza, quien llevaba entre sus manos la ropa que llevaría al almuerzo. Fingiendo nerviosismo, le respondí: “Busco ropa para la tarde, mi señor. L-le informo que recibí una invitación después del almuerzo. Es una reunión de té”.
“¿De quién?”, preguntó con indiferencia.
“De la duquesa de G”.
La mirada de mi marido se distorsionó de la sorpresa al enfado. “Esa serpiente…”, musitó con rabia.
Me contuve las ganas de poner los ojos en blanco. Por lo visto, mi marido aún no supera el incidente de hace dos años, cuando su propia madre había pensado que era buena idea informar a Ecclesía en lugar de a Meleke. La duquesa, enterada de algún modo u otro del incidente, no desaprovechó la oportunidad de desacreditar a Ecclesía, acusándola de “usurpar un papel que no le correspondía”, causando así un escándalo que casi les costaba a los Borg su reputación y a casi me libraba de aquella boda.
Jesús… Ya supéralo, estuve a punto de decirle, pero guardé mi compostura. Borg despidió al criado. Luego, volviéndose hacia mí, me dijo: “Esa mujer casi destroza la reputación de la familia. Lo sabes tú mejor que nadie”.
“Sí, mi señor, pero es solo una reunión de té. No hay ningún daño a la reputación de los Borg si asisto. Además, ¿no cree que es una oportunidad perfecta para limar asperezas entre ambas familias?”
Él me miró con seriedad. Parecía que mis palabras sonaban a broma, pero yo me mantuve firme y añadí: “No diré nada que no perjudique a la familia. Seré cuidadosa…”.
Mi marido rio con amargura y me respondió: “No niego que serás cuidadosa, Güzelay. Has demostrado serlo en más de una ocasión en cada reunión social a la que asistes. Lo que me preocupa, sin embargo, no es tu cuidado, sino la información que pueda sonsacarte esa mujer”.
Información que con gusto proveería si tú y tu familia no fueran tan hijos de puta conmigo, pensé con honestidad mientras le decía: “Usted sabe tan bien como yo que soy silenciosa como una tumba respecto a ciertos temas”.
“¿Tan silenciosa que no has querido decirme que has recibido una orden de la Gran Concubina de no concebir hijos?”
“¿Orden de la Gran Concubina? ¿Qué quiere decir con eso, mi señor?”, respondí con fingida inocencia.
El general se me acercó de forma amenazadora. Yo me quedé impávida, reprimiendo la necesidad de echarme para atrás, de demostrarle miedo; le sostuve la mirada, preparándome mentalmente para cualquier cosa que sucediera.
“El capitán Zorg ha escuchado rumores sobre una supuesta orden de la Gran Concubina en represalia por los errores de mi madre. Que quizás tú estés tomando anticonceptivos para no quedar embarazada”, señaló.
“¿Y cómo haría eso, mi señor, si su madre es la que controla los tés que bebo en las noches que debemos compartir el lecho?”
Se quedó callado.
El general había olvidado por completo ese detalle. Su madre era quien enviaba los tés diseñados para mantenerme calmada y “cachonda” antes de los momentos íntimos. Pendejo, pensé triunfante mientras que, bajo la fachada de seriedad, le dije: “Esos rumores que escuchó el capitán Zorg deberían ser investigados, si usted me permite la sugerencia. Quizás algún rival de la familia decidió diseminar semejantes rumores, conociendo la furia a la que su madre incurrió de forma imprudente. Y créame, mi señor, que lo que menos se necesita son más problemas con la Gran Concubina”.
El hombre me lanzó una mirada llena de confusión y seriedad. Sabía que tenía razón; esos rumores debían investigarse antes de que escalaran. Si la Gran Concubina se enteraba de ellos, quienes saldrían perjudicados serían los propios Borg, pues Meleke pensaría que ellos la estaban desafiando abiertamente, utilizándome como carnada en medio de ello.
“Para ser una tonta, tienes demasiada razón”, admitió, pensativo. “Le sugeriré a Zorg que investigue los rumores. Y tú… Ten cuidado con tus palabras en esa reunión de té”.
Asentí con fingida obediencia. Satisfecho por mi disposición, el general se apartó de mí y se dirigió hacia los baños mientras que yo reanudaba mi actividad, con la mente marchando a mil por hora en medio de planes y estrategias.
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