Una terrícola en Titán - Capítulo dieciocho

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Imagen editada con Canva. Fuente de la imagen: Pexels

Con un sencillo vestido color verde acudí con Adelbarae en la residencia Borg. Ennio había organizado un almuerzo, al cual me invitó por primera vez; pude haberlo rechazado, pero debía dar una apariencia de normalidad para que no sospecharan nada. Fingí estar nerviosa y emocionada, pues era la primera vez que la familia me invitaba a almorzar luego de aislarme por dos años. Fingí emociones que no sentía para esconder emociones que sí sentía: el disgusto y la rabia.

Tuve cuidado de probar bocado; tenía en mente que quizás la comida estuviera envenenada o con algún ingrediente que pudiera enfermarme gravemente. Con esa jodida familia uno nunca podría saber qué clase de planes retorcidos tienen en mente al ver truncada la posibilidad de recuperar su cochino dinero. La convivencia fue “tranquila”, por no decir tensa. Ennio me observaba de vez en cuando, como si estuviera pendiente de mis movimientos; Ralna, por su parte, parecía sentirse incómoda. En cuanto a Niloctetes y a Adelbarae, ellos guardaban silencio, enfocados en su comida.

“Escuché que la archiduquesa de Von no podrá asistir a la cacería imperial”, comentó Ralna de forma repentina, con un tono que sonaba más a sarcasmo que a otra cosa.

Sonreí y, mientras le servía un poco de té, le dije: “Así es. Una lástima, ¿sabes? Un acto de cobardía por parte de la duquesa al hacer eso, siendo acérrima enemiga de la amante de tu hermano; bien podría asistir y demostrar que, a pesar de todo, preferirían quedar en buenos términos con el emperador”.

Un silencio incómodo se instaló en la mesa. Ralna estuvo a punto de decir algo, pero Ennio la interrumpió diciéndome: “Debes cuidar tus palabras, Güzelay. No queremos más enemistades con esa familia en particular”.

Llevándome un bocado de fruta, la miré con detenimiento y le dije: “La Gran Concubina piensa lo mismo que yo y muchos más. Es un acto cobarde ceder ante la familia de una mujer que le abre las piernas a media corte”.

“¡Güzelay!”, exclamó Adelbarae, repentinamente furioso.

“¿Qué? Es la verdad, esposo. Todos en esta mesa lo saben: tu madre, tu hermana y tu padre. Tú también lo sabes. No eres su único amante”, respondí con total calma y naturalidad.

“Ella es la Alta Concubina del emperador. Merece respeto”, me advirtió Adelbarae.

“El respeto se gana, Adelbarae. Y hasta ahora ella no se ha ganado el mío, no con todas las burlas y menosprecios que he recibido de ella. Burlas y menosprecios que tú, un cobarde bueno para nada no ha hecho nada por detener”.

“¡Suficiente!”, exclamó Ennio.

Mirándome con severidad, la matriarca de los Borg añadió: “Entiendo que estés disgustada porque tu amiga no asistirá a la cacería imperial, pero con todo lo que está sucediendo ahora debes entender que es mejor para ti mantenerte alejada de esa familia. Piensa en tu posición y en la de nuestra familia; no queremos enemistades innecesarias”.

“Ya lo he pensado, y con mucho detenimiento, Ennio. Y no se preocupen: Mi tienda estará alejada de la de Adelbarae, tal y como esta puta familia lo desea para no traerles “vergüenza” por no darles su tan ansiado heredero. De ese modo, él podrá largarse con su puta, quien le parirá a su bastardo algún día”.

Me levanté de la mesa y me marché con una sonrisa en el rostro, ignorando las llamadas de Adelbarae.

Regresé a pie al palacio. Caminando por los pasillos, repasé mentalmente las reacciones de todos: un Adelbarae furioso por insultar a su amante, una Ralna sorprendida, una Ennio preocupada y un Niloctetes demasiado sombrío. No sé si este último captó la idea detrás de mis palabras, pero sospecho que el viejo no tardará en pensar en alguna que otra idea retorcida.

“Güzelay”, escuché que me llamaran.

Me volví. Un hombre de estatura alta, un poco musculoso, de corta cabellera oscura, ojos verdes oscuros y de armadura ergonómica gris se me acercaba. Sus facciones, generalmente endurecidas por los años de servicio como mercenario a sueldo, parecían mucho más suaves en estos momentos.

Orhan Nyx era uno de los mercenarios de confianza del príncipe Haeghar. Un hombre de carácter afable, pero de humor ácido, eficiente en cada tarea que el príncipe le encomendaba. Se decía que fue uno de los últimos en ver con vida al legendario Hanis Bey, de quien era además su discípulo.

“Orhan. Buen día”, le saludé con una sonrisa.

“¿Qué haces sola por estas lides? Creí que estabas con la familia de tu marido”, me comentó el hombre mientras reanudábamos la caminata.

“Estaba, pero me retiré temprano. Realmente no toleré ya más su presencia y decidí sacar las garras ante las provocaciones de Ralna, quien gozaba de mi desolación al enterarme de que Gülbahar no iría a la expedición. Prácticamente les di a entender que era una familia de mierda que prefiere que Ecclesía les pariese un bastardo”.

Orhan me miró con seriedad. “Hay cosas que eran mejor callarlas, Güzelay. A tu marido particularmente no le gusta que se metan con su mujerzuela”.

“Lo sé, pero ya no podía callar, Orhan. No cuando ya no tengo nada qué perder”

Nos detuvimos un momento. Orhan me preguntó a qué me refería, a lo que le confié los posibles planes de los Borg de abandonarme a mi suerte en Titán, dado que no les he procurado su queridísimo heredero y a que no podrían recuperar su “inversión” debido a que el conde de O se echó para atrás.

Acariciándose la barbilla, Orhan me dijo: “Le debo dar la razón mi querido maestro Hanis Bey en ese aspecto: Los Borg nunca han sido buenos en guardarse sus propios planes; por eso Ecclesía los tiene comiendo en sus manos, al igual que una buena parte de la corte”.

“¿Tú que me aconsejas, Orhan?”

Mirando para ambos lados, me tomó del brazo y me llevó hacia uno de los pasillos laterales. “El mismo consejo que Haeghar: Recopila toda la información que puedas sobre los Borg. Ellos tienen enemigos poderosos que pueden estar interesados en esa información; no pidas nada. Simplemente haz como si nada los comentarios pertinentes. Lo demás vendrá solo. Ahora, si ellos realmente te dejan suerte en Titán, te recomiendo que busques el modo de escapar; usa tu mente, usa tu miedo”.

“¿Mi miedo?”.

“En Titán el miedo puede ser un aliado; te empuja a sobrevivir, a enfrentarte a tu soledad, a los horrores de la luna. No te dejes dominar por él; por el contrario, domínalo, y una vez que logres salir de ahí, haz lo que te aconsejó el príncipe: ve al Convento de las Nornas. Ellas te ayudarán a regresar a la Tierra; incluso escribe un diario que contenga información clave sobre el imperio y dónalo al convento. La información escrita podrá serles útil para vendérselo al Imperio Orioniano”.

Le miré con detenimiento. Había escuchado que el Imperio Orioniano y el Imperio Saturnino estaban en medio de lo que podría llamarse una Guerra Fría, donde cualquier información de cualquier fuente podría usarse o guardarse para casos urgentes; en medio de esa guerra ha habido muerte, desapariciones y tensiones diplomáticas.

Quizás no sea tan mala idea vender información a los orionianos, pensé mientras me despedía de Orhan y me dirigía hacia mis habitaciones.

“Así que Ralna no pierde ninguna oportunidad para joder gente. En serio, Güze, yo que tú me hubiera agarrado a bofetadas a esa estúpida, sin importarme nada”, me dijo Gülbahar mientras bebía un sorbo de té en su sala de estar.

“¿Para qué abofetearla? Con lo que les dijo fue más que suficiente, querida”, reconoció Héctor mientras bebía un poco de vino. “No vale la pena desgastar energías en gente inculta y estúpida”.

Dulcinea, la amante de Héctor, asintió en acuerdo y, con una risita demasiado burlona, añadió: “¡Ya puedo imaginarme sus caras cuando les dijo eso, dama Güzelay! Realmente usted ha sacado hoy las garras”.

Héctor sonrió ante las palabras de Dulcinea, a quien le dio un beso apasionado. Gülbahar, por su parte, me advirtió que tuviera cuidado con los Padernelis, pues no se sabría qué medidas tomarían ellos si se llegaban a enterar que su familiar había sido insultado de forma un tanto mordaz.

Bebí un sorbo de té, sopesando las palabras de Gülbahar, mismas a las que Héctor y Dulcinea asentían en señal de darle la razón. Ecclesía era como una serpiente en la corte; con su elegancia y sonrisa de falsa dulzura era capaz de encandilar a cualquiera, envenenar su mente y usarla para cualquier propósito. Era un depredador en espera de que su presa caiga desprevenida para asestarle la mortal mordida que le dejaría moribunda... O en la oscuridad.

Pensándolo con detenimiento, un descuido de mi parte sería más que mortal. Dulcinea me contó que la favorita del emperador tenía entre los sirvientes a sus espías, quienes le proveían toda clase de información sobre sus rivales. Cualquier información que le sirviera sería suficiente para hundirlos ante el emperador y la corte entera… A menos que uno se entere de alguno que otro secreto que la dejara vulnerable.

He ahí donde Orhan y Aghar entran en acción como fieles espías del príncipe. Los dos me armaron con información que podría provocar que Ecclesía no solo se mantuviera quieta, sino que incluso se callase la boca en dado caso de que decidiera darme el golpe. Incluso me dieron información sobre las debilidades de cada uno de los Borg, mismas que podría utilizar a mis anchas si llegaba a escapar de forma exitosa de Titán y los entregara al Imperio Orioniano.

Pero Orhan fue más allá al aconsejarme que diera información falsa a Adelbarae sobre algún tema en particular. Adelbarae podrá ser un gran general… Pero se queja demasiado cuando está con Ecclesía y Zorg. Y son esas quejas lo que lo hacen peligroso cuando está con gente tan manipuladora como Ecclesía, me dijo en una ocasión en los jardines.

De repente sentí una pizca de compasión hacia Adelbarae, siempre tan hambriento de la atención de alguien que lo usa para beneficio propio, siempre buscando el modo de cumplir con los deberes impuestos de su familia de procurar un nuevo heredero al linaje familiar.

Un heredero que, al menos de mi parte, jamás llegará.

“Güzelay”, escuché que me llamaban de repente.

Me volví para ver quién llamaba. Solté un suspiro al ver que era mi queridísima suegra Ennio. Ésta se me acercaba con su cabellera oscura cubierta con algunas canas peinada al estilo de aquellas mujeres de la época eduardiana, con su vestido azul rey de manga larga hondeando en el aire, como si estuviera flotando. Su mirada era seria, algo nuevo para mí dada su característica severidad.

“Buenas tardes, casi noches, Ennio. ¿Qué sucede?”, le pregunté con naturalidad profesional.

“Debo hablar contigo sobre lo sucedido esta tarde”, me respondió.

Asintiendo con la cabeza, hice un gesto de que fuera quien liderara la marcha. Dado que en este palacio la discreción era importante, ambas creíamos conveniente que discutamos el asunto en mis habitaciones privadas.

Tras recorrer los pasillos con palpable incomodidad, entramos a mi habitación. Aghar estaba ahí, por lo que le pedí que nos trajera un poco de té de flor del desierto y unas galletas de nueces de Júpiter; la doncella, siempre discreta y dándose cuenta de que el asunto a discutir con Ennio era bastante serio, se marchó de la habitación, fue a buscar lo que le pedí.

Sentándonos ambas frente a frente en la pequeña salita adjunta al balcón, le sostuve la mirada a mi suegra y le dije: “Si crees que me voy a disculpar por lo que he dicho esta tarde en tu residencia, te aseguro que no tengo intención de hacerlo. Me disculparé por arruinarles el almuerzo, pero hasta ahí haré mi esfuerzo”.

Sin perder la seriedad, Ennio me respondió: “No vine aquí a exigirte disculpa alguna. Desafortunadamente Ralna tiende a hacer comentarios que sabe que puede incomodar a quienes no debería. Lo que sí me preocupa, Güzelay, es la relación que mantienes con los archiduques de Von y la duquesa de G en particular. En estos momentos de tensión no es conveniente estrechar más los lazos de amistad con esa familia”.

“¿Por qué?”

Aghar entró en ese momento con una bandeja llena de galletas, una tetera y dos tazas. Al retirarse nuevamente, serví el líquido y lo bebimos. Dejando su taza en la mesa, Ennio fue franca: “Es posible que estemos pronto en guerra, Güzelay, y no me refiero a las campañas militares en las que Adelbarae participa de vez en cuando”.

La observé en silencio, procesando sus palabras. El otro día Meleke me había advertido que tuviera cuidado con mis pasos y evitar abordar el tema de la sucesión, de ser posible, pues ya las familias nobles y los clanes militares están empezando a tomar bandos de forma discreta. La gran mayoría, supone la Gran Concubina, se pondría del lado de D’leh.

Fue entonces que las palabras empezaron a salir de mis labios sin que yo pudiera detenerlas. Una idiotez de mi parte, un riesgo sin calcular… Un producto de una curiosidad mal enfocada.

“¿Qué importancia tendría para mí, una pobre esposa olvidada y menospreciada por su propio marido que anda tras el culo de la Alta Concubina ¿Qué importancia tendría para mí todo eso si de todos modos es muy posible que ustedes me dejen en Titán?”, cuestioné mientras bebía un sorbo de té.



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