Turno nocturno | Relato |
Fotografía original de Pexels | cottonbro studio
La penumbra ya arropaba cada rincón de la ciudad a aquellas horas y una mezcla entre humedad y oscuridad, a excepción de efímeras luces artificiales emitidas desde postes, colmaba cada avenida y callejuela. Lydia apresuró sus pasos; el ambiente y los eventuales transeúntes con los que se topaba le causaban escalofríos por alguna razón que no terminaba de comprender; «mala espina», como solía llamarle. A pesar de ello llegó al hospital sana y salva. Tras de sí, las tinieblas se quedaron junto con la mala espina, a las afueras. Guardó su saco, se despidió de la enfermera a la que relevó, preparó un café y se sentó frente al amplio escritorio ovalado de la recepción.
Era la primera vez que ocupaba el turno nocturno en la sala de espera. Ya le habían advertido días antes que los lunes solían ser especialmente aburridos. «Prepararé más café —le dijo Miguel Ángel, quien llevaba alrededor de cinco años trabajando como jefe de seguridad allí —. Lo necesitaremos», y un momento después se encerró en el cuarto de cámaras, del cual solo salió esporádicamente para fumar y caminar por los alrededores.
Las horas transcurrieron lentas. Lydia perdió la cuenta de sus bostezos luego de la primera docena. Pronto sería el cambio de guardia del personal y, por ende, la hora más solitaria del día más solitario. Por un instante habría jurado que, además de los pocos pacientes que reposaban en sus habitaciones, ella y Miguel Ángel eran los únicos en el hospital; hasta que el anciano cruzó la puerta.
Por su rostro, la única parte del cuerpo que no cubría con prendas, lleno de arrugas, manchas y un par de verrugas oscuras, que resaltaban más de lo usual debido a la palidez de la piel de aquel hombre, calculó que tendría alrededor de setenta años; quizá más. Vestía con zapatos de gabardina castaños, un pantalón del mismo color al igual que el saco, aunque este último de un tono más oscuro, sobre una franela blanca de cuello alto y mangas largas que sobresalían del traje. Sobre su cabeza calva lucía un sombrero y sus manos, desproporcionadamente grandes para un sujeto tan menudo, las cubría con guantes negros. Entró con sus finos labios arqueados hacia arriba, y ni por un segundo dejó de sonreír.
Saludó a Lydia y aclaró la razón de su visita. Sus palabras exactas fueron «Me avisaron que mi esposa podrá irse pronto. Vine para acompañarla; no quiero que tenga que irse sola, menos a estas horas. Afuera hace mucho frío». Ella pensó que era un gesto muy tierno. Platicó con él por un par de minutos mientras verificaba los datos de la paciente. Esta sufrió un infarto dos noches atrás y seguía en revisión, esa mañana la darían de alta. «Normalmente no puedo dejarlo entrar antes del horario de visitas, pero iré a buscar café mientras usted va hacia la habitación —dijo, correspondiendo a la sonrisa del anciano, quien en todo momento se mostró cortés —. Si alguien pregunta, no vio a nadie en la recepción». «Gracias, bella dama», respondió, haciendo un sutil gesto de plegarias con las manos enguantadas y, a paso lento, marchó hasta la estancia de su esposa.
—¿Qué hacías hace rato? —preguntó Miguel Ángel, cuando los rayos del alba comenzaba a colarse por la entrada principal. Solo entonces Lydia notó lo demacrado que se veía su rostro, a pesar de tener poco más de cuarenta años.
—¿De qué hablas? —respondió sin mucho interés, mientras volteaba a pasar la página de la revista que leía.
—Tú… estabas riéndote. Parecía que charlabas con alguien. Lo vi por las cámaras.
—¿Te refieres a cuando llegó el señor de hace un rato? Nada él solo…
—¿Qué señor? —interrumpió en seguida. A pesar de su mirada confundida, Lydia interpretó que intentaba jugarle una broma pesada.
—Muy gracioso —replicó sarcásticamente en voz baja.
Miguel Ángel aseguró una y otra vez que nadie llegó al lugar en toda la noche. Juró decir la verdad e insistió hasta que Lydia accedió ir al cuarto de cámaras donde comprobó que su compañero no mentía. Ella corrió hasta la habitación 12B, donde la esposa del pálido y menudo anciano esperaba por él, y allí la encontró acostada en la cama, con la piel helada y los músculos tensos, con un esbozo de sonrisa y un sombrero negro que sujetaba con las manos sobre el pecho.
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¡Oh, tremenda historia de terror sobre hospitales de noche! Este es un ejemplo de muchas anécdotas contadas por personas que trabajan en clínicas y hospitales en horarios nocturnos. Me gustó lo bien narrada que está tu historia, y aunque el final ya me lo esperaba, igual me puso los ojos como platos.
Saludos, @pavonj
Muchas gracias, bro. Me alegra que te gustara; y sí, de trabajos nocturnos se podrían crear mil historias. Yo mismo tuve mis vivencias extrañas laborando en la madrugada. Así que solo empecé a escribir un poco sobre esto y lo demás fue fluyendo. 😬 ¡Saludos!
Me gusta muchísimo tu contenido, me gusta como puedes variar de escribir este tipo de relatos a vainas sobre Splinterland y así.
PD: Conseguirte por Telegram es complicado, chamito. Responde cuando puedas.
Graaaacias, chama. Estoy tratando de variar (y escribir más seguido), mientras me reencuentro con mi parte literaria. Ahí voy, sigo intentando.
Acabo de chequear el Telegram y no tengo mensajes tuyos. 🤔
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