Lucía: punto álgido | Relato |

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Fotografía original de Pexels | Alexandra Vasina

 

Este relato es una continuación directa de Lucía: Tus mentiras

 

    Tras ese evento Rodrigo y Ana aceptaron que, por algún desafortunado evento inexplicable, Lucía se transformó. Tomaron la decisión de seguir criándola, ahora apartada del resto del mundo. Concluyeron que no podrían llevarla con un médico, o exponerla al público porque lo más probable sería que terminaran por arrebatarles a su hija. Pronto descubrieron que, además del cambio físico, la niña desarrolló un apetito voraz. Tendía a devorar cualquier cosa en caso de no encontrar alimento y las primeras noches tras la transformación se escapaba para cazar palomas y murciélagos. Al poco tiempo la pareja decidió que lo mejor sería mudarse a un lugar más apartado, la casa en el campo donde Ana creció fue el destino ideal. Allí podrían mantener a Lucía a salvo.

    En el fondo, Rodrigo no dudó de que aquella situación tenía relación directa con la anciana que cayó en bancarrota luego del incendio de su finca. «Tus mentiras te arrebatarán lo que más amas», recordó. Sí, había perdido mucho, sin embargo Lucía aún seguía ahí. Era algo diferente, pero seguía siendo su hija, su pequeña, y la amaba como tal. Así que se conformó con pensar que, de cierta forma, a la vieja bruja le salió el tiro por la culata.

    Por un mes la situación fue más tranquila, Rodrigo consiguió un nuevo trabajo en la maderera local. Pagaba menos que en la aseguradora, pero así tendría más cerca a su familia en caso de cualquier eventualidad. Mientras que, Ana se quedaba en la casa. Apartada de visitantes inoportunos, dedicó su tiempo para saciar el hambre incontrolable de Lucía y enseñarle a leer otra vez, aunque esto último fue en vano.

    Todo parecía marchar bien, dadas las circunstancias. No obstante, la vez que Rodrigo regresó tarde a casa, tras beber con sus nuevos compañeros de trabajo, la pareja discutió. El hombre aseguró haber tomado solo dos vasos, mentira que repitió para esquivar los reclamos de su esposa. De pronto escucharon un estruendo proveniente del cuarto Lucía. Corrieron hasta allá y al verla, Ana, incrédula, dijo:

    —Te juro que hace diez minutos no estaba así.

    La grotesca bola de pelos llena de baba y afilados dientes, su hija, acababa de crecer el doble de su tamaño en un instante. Esa noche también descubrieron que, junto con el tamaño, el hambre también aumentó.

    Comenzó a faltar comida en la mesa, el sueldo de Rodrigo no daba abasto a las cuantiosas cantidades de cereales y carnes con las que alimentaban a Lucía, y con ello los problemas entre la pareja aumentaron cada vez más en frecuencia e intensidad. Ella golpeó primero, rompiéndole un plato de cerámica lanzado a su espalda. Él le dio un puñetazo que la dejó en el suelo al borde del desmayo. Todo ante la mirada vacía de la pequeña criatura que no daba señales de entender nada de lo que pasaba entre sus padres; solo comía y crecía, ahora a diario, generalmente justo cuando Rodrigo llegaba de trabajar.

    Más rápido creció y más voraz se volvió el hambre de la niña cuando su padre comenzó a llegar más tarde a casa. Empezó a comerse las ropas de Ana, la alfombra, jabones y demás químicos que, aparentemente, no afectaban su organismo. Mientras que Rodrigo alegaba que trabajaba horas extra, aunque realmente evitaba llegar a casa. Pasaba las noches gastando el poco dinero que les quedaba en alcohol porque solo ahí, en el bar, conseguía olvidar las desdichas de su vida.

    —¡Tu hija agotó toda la comida! —le recriminó Ana — ¡Y tú, mientras tanto, te gastas la plata en ron!

    —¡Solo bebí dos tragos! —y, apenas terminó de hablar, Lucía creció, frente a la mirada cansada de ambos. «Carajo, ahora comerá más».

    Esa noche la discusión se calentó de más. Hubo gritos, más golpes y otra vez Ana terminó en el suelo con un ojo morado. Rodrigo salió, cogió su camioneta y condujo hacia el pueblo. Compró otra botella de ron y regresó a casa. Vio las luces apagadas, y por ende supuso que su mujer estaría durmiendo. Subió al techo y bebió hasta desmayarse.

    En medio de la borrachera, en una especie de sonambulismo semiconsciente, recordó a la anciana, y se vio a sí mismo, sentado de nuevo en la silla de su vieja oficina. La mujer estaba a punto de entrar, ya antes de cruzar la puerta masculló algunas maldiciones. El enojo en su cara era evidente.

    Como pasó en otrora, Rodrigo la recibió y la llevó hasta su escritorio. Él ya sabía lo del incendio de la finca, y sabía también qué le diría a la octogenaria para sacarla del edificio sin que la empresa tuviera que pagar la póliza. La conversación se tornó en discusión rápidamente y, sintiéndose derrotada, la mujer insultó a todos en el lugar, especialmente a él:

    —Tus mentiras me quitaron lo que más quiero —cataratas de saliva se desprendían de la hedionda boca de la enojada abuela y aterrizaban en el rostro de Rodrigo, quien la miraba asqueado —, y ahora te arrebatarán lo que más amas.

    —Las mentiras —repitió él, aún entre dormido y despierto, en voz muy baja —. No. Fue mi hija —la mujer y la agencia ya habían desaparecido. Ahora solo veía a Lucía, pero no a la actual, la Lucía que imaginaba era la que alguna vez fue su hija —. Ella arruinó mi vida. No para de crecer, de comer. Crece cada vez que peleamos —despertó.

    El sol estaba ya en su punto álgido, y le encegueció brevemente. Le dolía la cabeza y saboreaba el amargo ron seco en su boca. Sentía que había algo más detrás que aquel sueño; lo recordaba todo perfectamente, incluso creyó que aún podía sentir la saliva de la anciana salpicándole en el rostro.

    —Lucía —dijo otra vez, casi en un susurro —. Tus mentiras te arrebatarán lo que más amas —divagó por unos segundos y, en un parpadeo recordó que la transformación de su hija empezó el día de su ascenso —. Las mentiras —comprendió.

    Entendió que Lucía, en tamaño y apetito voraz, crecía justo cuando él y Ana discutían. Pero no era la discusión en sí lo que provocaba ese mal a la niña, su maldición empeoraba justo después de alguno de los dos dijera una mentira. Entendiéndolo, bajó del techo en varios brincos. Se recompuso y entró a la sala.

    —¡Ana! ¡Ana! —gritó. Creyó que, si había podido descifrar el problema, quizá podría corregirlo.

    Corrió hasta la cocina, pero Ana ni Lucía estaban ahí. Subió a la habitación principal, la puerta estaba entreabierta y un ruido extraño, proveniente de adentro, llegó a sus oídos. Asomó la cabeza lentamente y vio a Ana sentada en una silla, de espaldas a la entrada, con Lucía en sus piernas. La criatura, su hija, cubría casi completamente a la mujer, e incluso una porción de su peludo cuerpo le sobresalía del regazo.

    —Ana —«Tengo que contarte algo» estuvo a punto decir. No obstante, lo alertó la sangre que bajaba de la falda de su esposa, y terminaba empozada en un charco a sus pies —. ¿Ana?

    Las arcadas se congestionaron en su boca hasta que vomitó todo el alcohol que tomó la noche anterior. Su mujer yacía en la silla, con el rostro consumido casi en su totalidad, sus huesos eran visible en el lado izquierdo del rostro. Por una enorme hendidura en el cuello aún brotaba sangre, la mayoría a punto de coagularse. De su blusa quedaban solo unos pocos hilos y, a la altura del estómago, en ese instante en que el hombre, horrorizado y ahogado en lágrimas, caía de rodillas sobre su propio vómito, Lucía consumía los intestinos de su madre.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

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