EN UN RINCÓN / IN A CORNER by @palabreador (Esp - Eng)

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ESPAÑOL


"Hay siempre en el alma humana, una pasión por ir a la caza de algo."
Charles Dickens


      El ataúd ocupaba casi la mitad de la pequeña sala de aquella humilde casa de bahareque en la que Juan y Jacinta vivieron juntos durante 34 años. Allí, de pie y en silencio, Juan no quitaba la vista del rostro de la mujer que yacía muerta en el féretro. Jacinta le acompañó desde sus 16 años de edad. Ahora, él tenía 50. Hasta el día de su matrimonio, lo más cerca que Juan había estado de una mujer fue cuando la prima Rosilda, tres años mayor que él, lo llevó a un rincón de la casa de sus padres y lo besó lascivamente mientras acariciaba su sexo por sobre el pantalón para luego salir corriendo y dejarlo con una erección que costó mucho bajar. Juan jamás le perdonó aquel suplicio a Rosilda, quien casi de inmediato, se fue a la capital a estudiar en la universidad. Lo único que ella le dijo fue – Lo tienes grande! Luego de esa desventura, Jacinta fue la única mujer de su vida y a Rosilda no la volvió a ver nunca más.

- Y ahora, qué voy a hacer sin ti, mujer? – se decía Juan con preocupación.


      Aunque hicieron todo lo posible por tener hijos, desde ir a la capital del estado a visitar a un médico famoso por sus tratamientos para la fertilidad, hasta recorrer la sierra para hacerse ver con cuanto curandero o curioso había por esos predios, nunca pudieron concebir uno, cosa que no se explicaban dada la salud de ella y la virilidad de él, que no pocas veces convirtió en escandalosos gritos los momentos de placer de Jacinta. Luego de tres décadas de intentarlo, decidieron conformarse en silencio. Un buen día y como si se hubieran puesto de acuerdo, Jacinta le dijo, sin que se sintiera un mínimo de queja en su voz.

- Yo no voy más pa`médico ni curioso!! Ya estoy cansada de esto!


      Hasta ese momento se habló del tema en aquella casa que ambos habían levantado con sus manos, sobre parte de un terreno de unos quinientos metros cuadrados que Juan obtuvo a buen precio de un amigo. Nunca más se mencionó nada. Ambos decidieron acompañarse sin esperar al hijo cuando llegara de la escuela ni soñar con los nietos que “le cagaran la cabeza”, como se acostumbra a decir por esos lares. A pesar de eso, desde entonces sintieron que sin esa idea en sus mentes, podían disfrutarse más uno del otro. Así lo hicieron. Iban hasta al río en horas de la tarde, luego de la siesta; andaban desnudos por la casa mientras cocinaban o almorzaban; aprendieron a esconderse como forma de provocación del deseo; hallaron en su soledad un espacio íntimo que levantó su amor a niveles tan elevados que sólo los mejores amantes, por un lado, y las vecinas más chismosas, por otro, podían envidiar. Una tarde antes de su repentina muerte, los gemidos de Jacinta se oyeron en la calle por última vez.



      En medio de su creciente pena, Juan fue interrumpido por Rodrigo, un compadre suyo que le dio el gusto de convertirlo en padrino de dos de sus seis muchachos, con quien había construido una amistad sólida.

- Compadre, ya llegó el carro. Es hora de ir al cementerio – le dijo en voz baja.


- Si, compadre, está bien. Vamos – le respondió Juan.


      Cuatro hombres más les acompañaron a cargar el féretro hasta la carroza. Aunque eran apenas 30 pasos desde la sala hasta el carro fúnebre, Juan perdió la noción del tiempo y del espacio por completo. Al llegar a la puerta de la casa por donde saldría por última vez su amada Jacinta, sintió que había caminado kilómetros en un viaje que nunca hubiera querido que terminara.

- Te juro, mujer, que cargaría este ataúd por siglos con tal de no desprenderme nunca de ti – dijo para sí mismo en un devastador ejercicio mental.


      El cortejo partió hacia el cementerio, ubicado en una loma, a unos dos kilómetros de su casa. Como era costumbre, casi todo el pueblo acompañó a Jacinta hasta su última morada. Juan caminó todo el trayecto en absoluto silencio, pensando, hablando hacia sus adentros sin parar, en cómo resolvería su vida de ahora en adelante.

- Qué soledad! Y pensar que siempre, siempre, que hablábamos de esto con la seguridad de que yo me iría primero. –


      El entierro fue breve. Así lo quiso Juan, quien encontró en esa efímera ceremonia una especie de descanso para sí mismo y de escape a los llantos, lamentos y gemidos que daban forma a los sepelios en su pueblo. A fin de cuentas, él sabía que lo más doloroso comenzaría cuando volviera a aquella casa sin la voz, la risa y los ruidos con los que Jacinta la hizo suya. Las casas terminan pareciéndose a las mujeres que las gobiernan.



      Justo a las doce del mediodía, Juan regresó a la casa. En los pueblos, la casa del muerto jamás se cierra sino luego del novenario, cuando ya su alma parte en definitiva paz. Y aunque se mantuvo abierta durante el tiempo que duró el sepelio, le encomendó a su compadre Rodrigo que no dejara a nadie allí, pues quería estar sólo al retorno. El compadre Rodrigo, como buen mensajero, así lo hizo. Juan se detuvo justo frente a la puerta de la casa. Allí se le vino encima un miedo extraño, que hacía muchísimos años no sentía. Aun así, entró.

- Qué vaina es esta? – dijo al aire cuando llegó a la sala – Lo que me faltaba! Ahora yo, viejo y viudo, sintiendo miedo en mi propia casa!


      Decidió ir hacia la cocina a servirse un vaso de agua, para lo cual debía pasar por el comedor. Aunque era mediodía, no hacía mucho calor pero tenía una sed terrible después de aquella caminata. Luego de tres pasos, sintió una presencia y una fuerza tremendas. No quiso voltear de inmediato, quizás esperando que sólo fuera una jugada de la mente en tan duro trance. Tan pronto pudo, miró hacia la mesa con la plena seguridad de que allí había alguien. Juan quedó paralizado, sintió cómo un frío, venido recorrió su espalda desde arriba hacia abajo. Quiso decir algo, pero las palabras no salieron de su boca tras ese primer intento. Aquella arrolladora visión lo enmudeció.

      De pie, recostada en la mesa del comedor, con un ajustado vestido que delineaba un bien tratado cuerpo; con zapatos de tacón, un bolso de piel y un collar negro que hacía ver un provocador escote, Rosilda parecía imponente a sus 53 años.

- Cómo estás, Juan? Supe de la muerte de Jacinta y quise venir a verte.


      Luego de 34 años, Rosilda se acercó de nuevo a Juan quien estaba allí, en un rincón de aquella casa, y puso su mano justo en el mismo lugar donde la colocó cuando él tenía 16 años. Las indiscretas vecinas de la calle, que regresaban del cementerio, se miraron extrañadas al ver cerrada la puerta de la casa de Juan.



ENGLISH


      The coffin occupied almost half of the small room of that humble bahareque house in which Juan and Jacinta lived together for 34 years. Standing there in silence, Juan did not take his eyes off the face of the woman lying dead in the coffin. Jacinta had been with him since she was 16 years old. Until the day of his marriage, the closest Juan had ever been to a woman was when his cousin Rosilda, three years older than him, took him to a corner of her parents' house and kissed him lasciviously while she caressed his sex over his pants and then ran away, leaving him with an erection that took a long time to get off. Juan never forgave that ordeal to Rosilda, who almost immediately went to the capital to study at the university. The only thing she said to him was: "You've got it big! After that misfortune, Jacinta was the only woman in his life and he never saw Rosilda again.

- And now, what am I going to do without you, woman? - Juan said to himself with concern.


      Although they did everything possible to have children, from going to the state capital to visit a doctor famous for his fertility treatments, to traveling through the mountains to see every quack or curious person in the area, they were never able to conceive one, something they could not explain given her health and his virility, which often turned Jacinta's moments of pleasure into scandalous screams. After three decades of trying, they decided to settle for silence. One fine day and as if they had come to an agreement, Jacinta told him, without a hint of complaint in her voice.

- I'm not going to be a doctor anymore! I'm tired of this!


      Until that moment, the subject was discussed in that house that both had built with their own hands, on part of a five hundred square meter plot of land that Juan had obtained at a good price from a friend. Nothing was ever mentioned again. They both decided to keep each other company without waiting for their son to come home from school or dreaming of grandchildren who would "shit his head", as they say in those parts. In spite of that, since then they felt that without that idea in their minds, they could enjoy each other more. So they did. They even went to the river in the afternoon, after the siesta; they walked naked around the house while cooking or having lunch; they learned to hide themselves as a way to provoke desire; they found in their solitude an intimate space that raised their love to such high levels that only the best lovers, on the one hand, and the most gossipy neighbors, on the other, could envy. One afternoon before her sudden death, Jacinta's moans were heard in the street for the last time.



      In the midst of his growing grief, Juan was interrupted by Rodrigo, a compadre of his who indulged him by making him godfather to two of his six boys, with whom he had built a solid friendship.

- Compadre, the car is here. It's time to go to the cemetery - he told him in a low voice.


- Yes, compadre, that's fine. Let's go," Juan replied.


      Four more men accompanied them to carry the coffin to the carriage. Although it was only 30 steps from the living room to the hearse, Juan lost track of time and space completely. When he reached the door of the house where his beloved Jacinta would leave for the last time, he felt he had walked miles on a journey he would never have wanted to end.

- I swear to you, woman, I would carry this coffin for centuries so that I would never let go of you," he said to himself in a devastating mental exercise.


      The cortege left for the cemetery, located on a hill, about two kilometers from his house. As was customary, almost the entire town accompanied Jacinta to her final resting place. Juan walked the whole way in absolute silence, thinking, talking to himself incessantly, about how he would resolve his life from now on.

- What loneliness! And to think that we always, always, talked about this with the certainty that I would go first! -


      The funeral was brief. That was Juan's wish, who found in that ephemeral ceremony a kind of rest for himself and an escape from the weeping, wailing and moaning that shaped the burials in his town. In the end, he knew that the most painful part would begin when he returned to that house without the voice, the laughter and the noises with which Jacinta had made it her own. Houses end up resembling the women who rule them.

      Just at noon, Juan returned to the house. In the villages, the house of the dead is never closed until after the novena, when his soul departs in final peace. And although it remained open during the time of the burial, he asked his compadre Rodrigo not to leave anyone there, because he wanted to be alone when he returned. Rodrigo, as a good messenger, did so. Juan stopped right in front of the door of the house. There a strange fear came over him that he had not felt for many years. Even so, he went in.

- What is this? - he said to the air when he reached the living room - What I was missing! Now me, old and widowed, feeling afraid in my own house!


      He decided to go to the kitchen to pour himself a glass of water, for which he had to go through the dining room. Although it was noon, it was not very hot, but he was terribly thirsty after that walk. After three steps, he felt a tremendous presence and strength. He did not want to turn around immediately, perhaps hoping that it was just a play of the mind in such a hard trance. As soon as he could, he looked towards the table with the full certainty that someone was there. Juan was paralyzed, he felt how a cold, coming chill ran down his back from top to bottom. He wanted to say something, but the words did not come out of his mouth after that first attempt. That overwhelming vision silenced him.



      Standing, leaning on the dining room table, with a tight dress that outlined a well treated body; with high heels, a leather handbag and a black necklace that showed a provocative cleavage, Rosilda looked imposing at her 53 years of age.

- How are you, Juan? I heard about Jacinta's death and I wanted to come and see you.


      After 34 years, Rosilda approached Juan again, who was there, in a corner of that house, and placed her hand in the same place where she had placed it when he was 16 years old. The indiscreet neighbors on the street, who were returning from the cemetery, looked at each other in surprise when they saw the door of Juan's house closed.






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