Veo todas las vidas que se me escaparon cuando miro a las parejas que no terminé eligiendo, vidas que sucedieron sin mí cuando se me alejaron ante mi ausencia, vidas donde existe una felicidad que debió ser mía.

Me duele muchísimo haberme quedado en el qué hubiese pasado si, en el qué habría ocurrido si..., porque ellas, las mujeres recurrentes, acontecieron y yo finalmente no sucedí en lo perenne.

Ahí estoy yo, ¿soy el hombre que abraza a la mujer atractiva? No, en realidad, soy el que ve la escena desde lejos sabiendo que pude haber sido yo, y que incluso lo fui. Yo la abracé igual, quizá hasta con más querer, pero simplemente elegí dejar de estar y no comprobar que sí quise.

Estoy detenido en medio de una nueva sacudida de mi insomnio. Antes de levitar en el inefable brevísimo sueño, me veo en una existencia paralela que se suscita en las caras bellas y ajenas que voy ocupando en recientes otrora y que alguna vez me pertenecieron.

Qué desperdicio de cariño, qué poco lúcido me veo en el espejo, porque la cara donde ocurre la alegría no es de mi reino. Sólo soy dueño de un trono vacío desde donde intuyo que las sonrisas y besos de ella podrían, ahora mismo, ocupar la actualidad de mi compañía.

Estoy cayendo y callando, la traslación me conduce hacia una vida ausente de esas damas donde no permanecí y yo sigo en mi cama y no en la de alguna de ellas.

El silencio aguarda a una versión obsoleta de mí, esa que no acaece y se transforma en un ruido voraz en mi mente que se llena con los espejismos de féminas que ya tienen a otro rey a su lado.

No voy a mentir, hay noches largas, como eternas, donde la soledad es más áspera, pero siempre en mi torpe cotidiana lucidez, la considero tan suave y piadosa.

Y estas reflexiones tan extenuantes me ocurren solamente tras la banalidad del clímax. El arrepentimiento se vuelve más racional y es atrozmente punzante la culpa.

La que se venía conmigo, ya no se vino jamás a mi lado y es acompañada de otro miembro más real que viene a aparecer seducida por la mueca cómoda de la risa en su boca.

Dicen que es normal sentirte avergonzado tras acabar, pero la pena del pene apenado tiene la mala leche de comparar lo que efímeramente desea con lo que realmente quiere como un gen para sí.

El otro error fue que, luego del alivio de los fluidos, elegí huir. El sufragio fue el de escurrirme por cualquier recoveco para justificar que mi lívida saciedad ha cometido un error, pero no es un error. La mente tiende a convencerse de ello por su propia comodidad, porque es más fácil robar cuando tienes hambre que cuando tienes sed, cuando la imperiosa necesidad te lleva a cometer algún pecado que no ves como negativo, sino hasta que estás satisfecho y no tienes el desespero de eyacular, porque el cuerpo te lo pide.

Acabé solo y sigo acabando sin nadie más junto a mí mismo. A la distancia, con algo de nostálgica cercanía, hay una damisela que se volvió ajena luego de haber sido mi cómplice y la peor parte es que continúo insatisfecho.

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