La vida es, para mí, el más exquisito e inacabado constructo, que, en su insolente y brioso dinamismo, te desafía, con sus contextos disímiles y sediciosos, bosquejados como situaciones y momentos. En mis tertulias, con la recursividad, he cuestionado sus raíces, ¿destino?, ¿azar?, pero en la jarana, acepto que la destreza y la pericia, no están en el origen de una u otra, el arte está en navegar por sus antojadizas corrientes, llenas de matices y reflejos. Cuando llegan las aguas calmas, toca entregarse para complacerse en ellas, sin artificios ni demoras, porque están henchidas de placeres y encantos. Por el contrario, cuando irrumpa la antípoda, pertrecharse de energía positiva, para servirse de la efervescencia de la algarada, y valorar lo que es perentorio hacer: ¿liberar?, ¿dejar ir?, ¿retoñar? Y así dar la bienvenida al redireccionamiento o a los nuevos comienzos.

Si algo puedo afirmar en este viaje, son las múltiples oportunidades que me ha concedido la vida, para colisionar con diferentes situaciones en diversos escenarios. Cada uno particular en su especificidad y en sus tiempos, con sus atavíos, pero también con sus enseñanzas. Acompáñame, retrocedamos unos años al pasado y juntos repasaremos la situación y te familiarizarás con el contexto.

Era casi finales de noviembre y en nuestro hospital, la época navideña ya se había apoderado de los pasillos y las salas de hospitalización, los adornos y las luces multicolores estaban por todas partes, estimulando la alegría y la esperanza, tan vitales para la recuperación de la salud, las buenas vibraciones revoloteaban en el ambiente.

Todo fluía como deseaba, era feliz, me encontraba en una unión estable que entraba en su quinquenio, ya en diligencias de tener descendencia. Solo que llevaba unos días sintiendo un extraño cansancio y ganas de dormir durante las horas de trabajo, la interrogante surgió suspicaz: ¿Y si estoy embarazada? Decidí al día siguiente realizarme la prueba y sí, estaba en la dulce espera. Cuando se lo notifiqué al padre, de inmediato expresó con punzante voz que él, no era el padre.

En segundos, mi vida dio un vuelco. Estaba aturdida, fluían sentimientos yuxtapuestos, nuevos escenarios, me asaltaban en un huracán de emociones, llegó la inseguridad y la incertidumbre, me enfrentaba a una situación estresante, intensa y hasta descabellada. Me sentía desajustada, me perdía en el limbo y como pude caminé por el largo pasillo hospitalario y de ahí a mi casillero, saqué mi cartera y me dirigí al vehículo. Reconocí que así no podía conducir, llamé un taxi, que me llevó a casa.

Fueron días difíciles en los que me sentí abrumada y experimenté considerables emociones negativas, mucha ansiedad y al mismo tiempo culpa. Pero al unísono llegaron las reflexiones, para dar prestancia y reconocimiento a lo valioso y hermoso, que estaba sucediendo en mi vida. Un bebé estaba en camino y demandaba amor y aceptación. Así vino la asimilación requerida, me entregué a él o a ella y a su desarrollo en el bienestar de ambos. Mis sistemas de defensa se activaron y generaron el punto de quiebre, para dar la posibilidad al nuevo comienzo.

Mi gestación, desde el principio hasta el final, estuvo clasificado como de alto riesgo, así que hice cambios urgentes. El reposo médico me permitió retirarme temporalmente de todas mis actividades, hice las maletas y me alejé de la tumultuosa ciudad y de todo lo que representaba, sin descuidar mis controles médicos periódicos. Me mudé por esos meses a un pueblito de los Andes venezolanos, gracias a unos amigos que me dieron hospedaje, dejándome envolver por las caricias y bondades de la naturaleza.

Así transcurrieron las semanas del embarazo, construyendo la paz y el equilibrio, con rutinas de bienestar y estilos saludables, disfrutando con creces el obsequio maravilloso que la vida me otorgaba, sin quejas, sin reclamos, soltando y despidiendo lo que ya no vibraba a mi nivel, entendiendo y aceptando que su padre cumplió su rol y agradeciéndole su presencia y su paso por mi existencia.

Fueron momentos de profusa introspección, donde aprendí a reconocerme en mi justo valor, dando espacio para comprenderme, respetarme y amarme, la armonía fue surgiendo en concordancia para nutrir a mi hija desde el amor, a través de mi sangre y de mi esencia y vislumbrar juntas nuevos horizontes en el bienestar.