Naturaleza humana - Human nature [SPA/ENG]
Imagen de Peter H en Pixabay
Juan
San Carlos, es una ciudad ubicada en la hermosa región de los llanos venezolanos, cerca del corazón del país y aunque no sea una gran ciudad como la capital, llena de edificios altos, grandes avenidas, calles y teléfonos públicos en cada esquina, no lo cambiaría por nada en el mundo.
En San Carlos, la economía siempre ha sido en gran parte agropecuaria. Sin embargo, ya estaba cansado de arar tierras, sembrar y cosechar. De pequeño, tenía que hacerlo, pero ya había conseguido mi título de bachiller y podía buscar otro tipo de empleo. Corrían los años 80s, ya pasaba mi mayoría de edad (los 18 años) y aun no conseguía un empleo fijo. No era fácil para mí, por alguna razón nunca duré en los empleos.
Mi pueblo tenía un par de edificios pequeños, por lo que no podía decirse que era un caserío, además tenía un par de avenidas concurridas. Aún así, era un pueblo apacible, que conservaba sus tradiciones y costumbres; con una gran plaza, creada en honor al prócer más grande y libertador de nuestro país, donde los niños jugaban y los jóvenes como yo, se veían a escondidas con las chicas.
Finalmente, gracias a los rezos de mi madre a la santa patrona, pude conseguir un empleo en la pequeña oficina postal del pueblo. Escribir cartas se había convertido en moda desde que se abrió la oficina. Pero desconocía el trabajo que llevaba hacer llegar una carta a su destino. Normalmente, se recibían cartas y paquetes de los lugareños; luego debíamos verificar que tuvieran los datos del remitente y destinatario correctamente identificados, los distintos sellos postales necesarios y, finalmente, cobrar por el servicio. Se debía hacer todo el proceso con una actitud totalmente cordial y respetuosa.
Esto último no era muy difícil de hacer ya que al ser un pueblo pequeño, la mayoría de las personas se conocían.
Aun así, al final del día, venía el trabajo más duro, organizar todas las cartas y paquetes en los diferentes estantes de salida, con su respectivo destino, de tal manera que al momento de ser trasladadas, llegarán a la dirección correcta.
Las que iban fuera del país tenían otro trato y debían ser reenviadas a las oficinas postales de la capital.
El supervisor era muy estricto, era un hombre alto y moreno, con cara de pocos amigos. De vez en cuando revisaba si algún paquete se encontraba en el estante equivocado. De ser así, se armaba una alharaca que detenía todo el proceso.
Apenas tenía 15 días trabajando, cuando ocurrió lo inevitable. Era de esperarse, mi suerte había durado mucho. Como les mencioné al principio, siempre ocurría algún imprevisto que cambiaba mi destino.
Eran apenas las 2 de la tarde y como es costumbre aquí en el pueblo, la afluencia de clientes disminuye casi en su totalidad. Solo estaba la señora Adelia, con su paciencia infinita acumulada por sus 70 años, quien gustaba enviar cartas a sus hijos en la capital. Detrás de ella había un tipo pulcramente vestido, flaco de brazos largos, pálido como la luna, con sus dedos amarillos manchados de nicotina.
Recientemente se había convertido en un cliente regular. Por lo que tenía entendido, era un fulano que venía de la capital y se había hospedado en San Carlos, sirviendo como maestro de letras, una eminencia de la capital que no deseaba ser reconocida; también había escuchado que había escrito unos libros. ¿Qué cómo sé de esto? Pues, es muy sencillo, pueblo pequeño infierno grande.
Era muy difícil tener una vida secreta en San Carlos. Rafaela, mi compañera de taquilla, se encargaba de eso. Era más conveniente caer en el Boca Toma crecido que caer en su lengua.
En mi corto tiempo como cajero, jamás había atendido a ese fulano. Ese día en particular se veía distraído, quizás ansioso, se movía de un lado al otro agitando un sobre en su mano izquierda y en su otra mano un cigarro sin encender. Ya le había llamado la atención indicando que no se podía fumar dentro de la oficina. Comentario que no fue de su agrado.
Rafaela no había llegado de su período de descanso para almorzar y por tal motivo yo era el único empleado atendiendo el público.
Finalmente, la señora Adelia terminó de pagar su encomienda y era el turno del señor.
Como de costumbre saludé cordialmente
“Buenas tardes, ¿en qué puedo atenderle?”
Soltó un largo suspiro y dejó sobre el mostrador una carta, junto con unas monedas. Tomé el dinero, coloqué el sello postal y la eché en la cesta de cartas. La caja registradora hizo sus ruidos de siempre mientras tecleaba el monto y por último, escupió el recibo.
“Que tenga buen día”, mencioné al entregar el recibo.
Tomó el recibo sin decir palabra alguna, sin cambiar su ceño fruncido, se rascó la barba de dos días que nacía en su mentón y se marchó.
Rafaela entró en ese preciso momento, le saludó con un “buenas tardes”, pero el señor solo hizo un movimiento de cabeza para no ser descortés.
Rafaela me comentó que llegaba tarde porque se había enterado que la sobrina, de no sé quién, se había fugado para el estado Bolívar con un tipo que apenas conocía. Ella siguió con su cacareo y yo solo asentía con los ojos abiertos a lo que decía.
“Tan recatada que se veía”, comentó
“Su madre quedó deshecha”
En ese momento, sonó la campanita de la puerta de la oficina y agradecí que Rafaela dejara el parloteo. Para mi sorpresa, el fulano había regresado.
“Buenas tardes”, saludó apurado
“Necesito mi carta de regreso”, ordenó
“Eso no es posible”, comenté educadamente, “ya la carta está en manos de la oficina postal”
El hombre enfurecido, dio un fuerte golpe en el mesón con su mano abierta.
“¿Cómo qué no?”, gritó
Quizás el hombre era más alto que yo, pero yo no comía tamaño y a mí solo me regañaba mi mamá.
Rafaela, sorprendida, se sostuvo el pequeño cristo de oro que colgaba de su pecho y se acercó a mi puesto.
“Juan, no digas eso. Solo pídele el recibo y haz una nota”, contestó nerviosa
“La oficina postal no hace devoluciones”, respondí mirándola a los ojos.
Ella me miró a los ojos con una expresión de angustia. Definitivamente, Rafaela, se asustaba con nada.
Pero yo sabía lo que eso significaba, al final del día, mi cuenta de caja no iba a cuadrar, lo que me llevaría a dar explicaciones al supervisor, a quien no le agradaban las excusas.
El hombre tamborileaba sus dedos sobre el mostrador paseando sus ojos de los míos a los de Rafaela.
“Muy bien, deme el recibo”, extendí mi mano de mala gana.
El hombre dibujó una expresión altanera en su cara por haber ganado la batalla, afortunadamente, ésta se escurrió como café en un colador de tela, tan pronto metió sus manos en los bolsillos.
Abrumado, comenzó a sacar todo tipo de cosas de los bolsillos de su pantalón: monedas, papeles arrugados, una caja de cigarrillos, un bolígrafo, unas llaves. Pese a que también revisó los de su camisa no encontró lo que buscaba.
“Sin recibo no hay carta”, alegué con una sonrisa maquiavélica
“No lo tengo, de igual manera, la carta tiene mi nombre como remitente. Mi nombre es Marcos Jose Paredes”, exclamó orgulloso como si eso significaba algo para mí.
“Aquí está mi cédula si no me crees”, ladró molesto soltando de golpe el documento de identidad sobre el mostrador.
Las venas de su frente comenzaban a dilatarse. Las fosas de su gran nariz se expandían con cada respiración.
Rafaela, muda, insistía con su mirada para que le entregara la carta.
Me di mi tiempo para arrastrar la cédula hasta mí y luego leer lentamente su nombre.
Me fui arrastrando los pies hasta la cesta de cartas, mientras escudriñaba la pose altanera que tenía en la foto de su cédula.
La carta estaba a la vista. Pululando sobre las otras, riéndose de mí. Tomé la carta para verificar el nombre en el documento de identificación.
La sonrisa maquiavélica volvió a mi cara nuevamente. La famosa eminencia de la capital sólo había colocado sus iniciales.
“Lamentablemente no puedo devolverle su carta” y sin darle tiempo de que contestara, continué, “la carta solo tiene de remitente unas iniciales y el apellido Paredes”
La cara del hombre se puso roja, apretó sus puños y se marchó tirando la puerta tras de sí.
“¿Quién se cree el caraqueño ese?”, pregunté a una Rafaela que estaba tan pálida como un fantasma.
“No debiste tratarlo así, ese hombre tiene sus arranques”, respondió mirando la puerta que había azotado hacía unos segundos, “me han contado que es muy estricto como profesor”
“Pssst”, escupí
“Con esa actitud altanera y déspota no me va a amedrentar”, repuse
La tarde terminó sin más novedades, olvidando al energúmeno. Terminé mis labores y me despedí de Rafaela.
Apenas cruzaba un par de cuadras de la oficina, cuando apareció el hombre detrás de una esquina y me tomó por el cuello y me lanzó dentro de un callejón. Aún no eran las 6 de la tarde y su aliento ya destilaba licor.
Marcos
Ya llevaba seis meses viviendo en este pueblucho del demonio. Había tomado la decisión de alejarme del bullicio de Caracas, buscando nuevas formas de conseguir inspiración y así romper con este maldito bloqueo de más de 3 años que no me permitía escribir.
Era reconocido no solo a nivel nacional como escritor galardonado, sino también en gran parte de Latinoamérica. Estaba cansado de ser víctima de las adulaciones y de la vanidad del círculo que me rodeaba en la capital.
La fama era caprichosa y el público siempre estaba famélico de nuevos títulos. ¿Cuándo crearás una nueva obra de arte literario? preguntaba la esposa del presidente de la república. La conocía muy bien, era una dama muy educada, sin embargo, obsesionada con mi talento, exigía constantemente de mis habilidades literarias.
Abandoné Caracas cuando llegó a mis oídos un comentario de ella, decepcionada de mis últimos ensayos por no tener la profundidad y pasión que solía tener al principio. Los círculos de la alta alcurnia coincidieron con ella.
Tomé un mapa del país y al azar puse mi dedo sobre un lugar y decidí vivir allí.
San Carlos, un sitio totalmente rural, con un calor bochornoso del demonio que pesaba sobre los hombros, con apenas una plaza como medio de diversión y un par de teléfonos públicos. Lo que evitaba las constantes llamadas de las editoriales y las distracciones de los publicistas.
Sin embargo, para no perder la costumbre de mantenerme en contacto con la lengua y la literatura, ofrecí mi experticia mostrando mi amplio currículum en una universidad experimental que daba sus primeros pasos en la zona.
Fue ahí donde conocí a Zulay, una hermosa flor que surgía de la profundidad de los barriales de Guanare, capital de un estado vecino, tan rural como San Carlos, quizás aún más. Ella era un diamante en bruto con una capacidad analítica innata jamás vista.
Era una musa que inspiraba la creación de aventuras asombrosamente idílicas que podrían hacer ver a Homero como un simple escritor de historietas.
De pronto, San Carlos se convirtió en un paraíso, las tardes ociosas se llenaron de investigaciones y análisis de obras de grandes escritores, entre ellos, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva.
Pronto su presencia se convirtió en necesidad, me convertí en adicto a sus conversaciones. Me daba la impresión de que ella podía ver a través de mí. Curar al niño y al adolescente atormentado y traumatizado que había enterrado, hace mucho, en lo más profundo de mí ser. Lamentablemente, no fue así.
Inevitablemente, mi parte primitiva y masculina deseaba de ella lo que no podía darme, su corazón. Como juguete nuevo, no deseaba compartirla con nadie. Hacía lo que fuera para que las tardes se convirtieran en noche.
En un arrebato de celos, me atreví a romper la línea moral que separaba al profesor del alumno. Probé el delicado néctar de sus labios. Ambrosía de dioses. Por un eterno segundo, sentí ser correspondido. El efímero sentimiento colapsó al escucharla decir: Estoy casada.
No la volví a ver. La odié con toda mi fuerza. El tiempo transcurrió y el odio se convirtió en obsesión y mis ansias por ella crecieron aún más. Averigüé entonces que ella había regresado a Guanare. Por fin, a fuerzas de reprimendas, obtuve de sus amigas, su teléfono y dirección de residencia.
La llamé cientos de veces, sin embargo, al escuchar distintos tonos de voz, inmediatamente colgaba la llamada. Me había convertido en un ser totalmente iracundo y calculador. Insistí hasta que por fin di con su tono de voz. Le rogué para que volviera a San Carlos, pero titubeante y con voz quebradiza me imploró que no la volviera a llamar.
Al borde de la locura, decidí escribirle una carta en donde la amenazaba con suicidarme. Mi vida no tenía sentido sin su presencia. La culpaba por haber dado riendas a un amor no correspondido. Enceguecido, la culpé por ser fría, insensible, la taché de manipuladora.
En mi interior, tramaba un plan para llevármela lejos, a otro país de ser necesario. Y de no poder hacerlo, me aseguraría que ella no fuera de nadie más. Me había convertido en un monstruo. Pero ya no había vuelta atrás.
La carta pesaba en mis manos, desesperada por llegar a su destino. Retenida por una anciana entrometida que no paraba de contar las experiencias de sus nietos al encargado de la oficina postal. Por alguna razón, estaba solo. Rafaela brillaba por su ausencia.
Era inevitable mantenerme quieto, saqué un cigarrillo para calmar mi angustia.
Inmediatamente, el empleado me advirtió que estaba prohibido fumar dentro de la oficina. ¿Quién demonios se creía este pobre diablo? ¿Acaso no sabía con quién hablaba?
El enano ese, con sus cejas tan pobladas que parecían una gran oruga peluda que se extendía de oreja a oreja. Quizás era el eslabón perdido que muchos científicos buscaban en Europa y desconocían que residía en este pequeño pueblo olvidado.
Mi mente recitaba cada palabra escrita en la carta, una parte de mí se estremecía frente al nuevo ser en que me había convertido. El instinto animal que brotaba dentro de mí me llenaba de una energía vital que jamás había sentido. El tedio y lo ordinario habían pasado al olvido. Todo mi ser vibraba por hacer mi plan realidad.
Finalmente la vieja se fue y como un autómata entregué la carta, y el dinero necesario para hacerla llegar lo más rápido posible. Tomé mi recibo y escapé lo más rápido posible. Afuera encendí mi cigarrillo y llené mis pulmones del ansiado veneno. Pronto sentí el alquitrán y la nicotina viajando en mi torrente sanguíneo.
En un atisbo de cordura, mi mente racional emitió un alarmante pensamiento. Una carta quizás no era lo más eficaz para el plan, hasta podría convertirse en evidencia en mi contra en caso de salir algo mal.
“¡Maldita sea!”, escupí mientras arrojaba el cigarrillo al piso y me devolvía a la oficina postal.
Abrí la puerta de golpe y le ordené al enano que me devolviera mi carta. Sin embargo, el simio que estaba a cargo se escudó tras una burda política de la empresa.
Afortunadamente, Rafaela ya se encontraba en la oficina, ella optó por la lógica y se puso de mi lado. Nuestros argumentos hicieron cambiar de opinión al primate que tenía frente a mí.
Se tragó sus palabras y accedió a devolverme la carta. Era evidente que no sabía con quién se enfrentaba. Sin embargo, solicitó el recibo de la transacción para buscar la carta. Supuse que su pequeño cerebro era incapaz de buscar entre las dos únicas cartas que habían llegado esa tarde.
Cansado de su estupidez, busqué en mi bolsillo el recibo. Para mi sorpresa, no se encontraba en ninguno de mis bolsillos de mi pantalón e incluso los de mi camisa.
Definitivamente, la situación había colmado mi paciencia. Todo esto era una tontería. Saqué mi cédula y expliqué detalladamente, al macaco, que yo era el que había escrito la carta. Mi nombre estaba en el remitente.
En mi obsesión por hacer una carta perfecta, había olvidado colocar mi nombre completo. El orangután se valió de esa premisa para negarme lo que por derecho era mío. Era evidente que estos seres solo entendían un solo tipo de lenguaje, el físico.
Salí azotando la puerta tras de mí.
Esto no iba a quedarse así, esperaría a que saliera el autómata y luego le enseñaría un par de lecciones para que aprendiera a respetar a sus mayores. Sería pan comido amedrentar su mente inferior, la cual evidentemente no era rival para mí elevado intelecto.
Aún faltaban unas horas para que cerraran la oficina, así que fui al bar más cercano y me entretuve tomando un par de cervezas, mientras planificaba cómo abordar al pobre infeliz.
Las campanadas de la iglesia, frente a la plaza, anunciaron las 5 de la tarde. Así que pagué mi cuenta y esperé a ver qué camino tomaba el muchacho al salir de la oficina.
De seguro iría a su casa a cambiarse el uniforme. Lo seguí de cerca desde la otra acera de la calle. Calculé su dirección y me adelanté para interceptarlo en un pequeño callejón al final de la calle.
Apenas cruzó la calle, tomé al pequeño por el cuello y lo lancé dentro del callejón.
Final
Marcos, cuando estaba en la universidad, había formado parte del club de boxeo para liberar el estrés que sentía contra las injustas calificaciones que obtenía en sus asignaturas. Había ganado un par de peleas amistosas en el ring, quebrando unas cuantas mandíbulas y también algunas costillas a su paso. Aun a su edad, hoy en día, no olvidaba como propinar un par de golpes certeros que hicieran doblar las rodillas de sus contrincantes. Por un segundo sintió pena por golpear a un hombre más pequeño que él, pero definitivamente se lo merecía. Al calor de las influencias etílicas se dispuso a moler a golpes al pequeño ser que tenía frente a él.
Lo que desconocía el citadino era que Juan, de pequeño, era el encargado de marcar las reses en la finca de su padre y muchas veces debía forcejear con ellas para mantenerlas quietas. Una actividad que incrementó de manera natural su fuerza y definió su musculatura corporal. También su labor de recoger y lanzar sacos de verduras y hortalizas a los camiones, le creó una resistencia que jamás esperaba su agresor.
Marcos le propinó un golpe en el estómago que lo dejó sin aire bajando la guardia, invadido con una violencia iracunda comenzó a darle puñetazos pero Juan se cubrió con sus brazos y aguantó los fuertes golpes que recibía, esperando la oportunidad para tomarlo desprevenido.
Marcos al 3er golpe perdió su velocidad y fue el momento que esperaba Juan. Logró asirlo por el cuero de su estómago y lo levantó sobre su cuerpo y lo lanzó contra la pared contraria.
Algunos transeúntes se habían reunido a ver el espectáculo, para la vida monótona del pueblo, era como presenciar un evento único. Ninguno de los hombres que presenciaba la batalla deseaba detener la pelea. Emocionados comenzaron a vitorear al más pequeño de los dos.
Juan, sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor, rápidamente se lanzó contra su agresor y aprovechando su conmoción, nuevamente lo tomó en peso, al igual que a los becerros con que lidiaba de joven y lo estrelló contra el suelo.
La emoción del público llamó la atención de unas mujeres que al ver la razón del tumulto, presas de pánico corrieron a llamar a las autoridades.
Marcos levantó sus manos en señal de no seguir luchando. Juan se detuvo jadeando y le dio la espalda dando por finalizada la pelea. Sin embargo, para Marcos la pelea aún no había terminado, aprovechó el descuido de su oponente y tomando un peñasco que había cerca se abalanzó sobre Juan. Afortunadamente, solo logró golpearlo sobre el hombro cerca del cuello. Juan cayó y rodó a lo lejos.
Marcos imaginó que había acabado con Juan. Para su sorpresa, éste se levantó energúmeno y arremetió contra Marcos, estrellándolo contra la pared contigua, en un movimiento rápido lo rodeó y lo tomó por el cuello con su brazo y le hizo presión haciendo perder la respiración. El rostro de Marcos se puso rojo y sus ojos se inyectaron en sangre.
Hicieron falta 3 policías para separar los brazos de Juan y evitar que terminara con la vida de Marcos. Ambos fueron detenidos y llevados a prisión.
La carta nunca llegó a su destino ya que Rafaela la había guardado para entregarla al señor Marcos.
Contrariamente a lo que todos creemos, este tipo de comportamiento físico, en la mayor parte del tiempo, une a los hombres. Marcos y Juan, a pesar de haberse propinado una golpiza brutal, se convirtieron en grandes amigos de por vida.
Marcos tras sacar de su sistema los demonios que lo atormentaban, decidió no volver a atormentar a Zulay.
El universo, llámelo como lo desee, encuentra maneras inesperadas para llevarnos a nuestros destinos sin pedirnos permiso.
Hasta la próxima.
Juan
San Carlos is a city located in the beautiful region of the Venezuelan plains, near the heart of the country and although it is not a big city like the capital, full of tall buildings, large avenues, streets and public telephones on every corner, I would not change it for anything in the world.
In San Carlos, the economy has always been largely agricultural. However, I was tired of plowing land, planting and harvesting. As a child, I had to do it, but I had already earned my high school diploma and could look for another kind of job. It was the 80s, I was past my majority (18 years old) and I still couldn't get a steady job. It wasn't easy for me, for some reason I never lasted in jobs.
My town had a couple of small buildings, so you couldn't call it a village, and it had a couple of busy avenues. Even so, it was a peaceful town, which preserved its traditions and customs; with a large square, created in honor of the greatest hero and liberator of our country, where children played and young men like me, sneaked around with girls.
Finally, thanks to my mother's prayers to the patron saint, I was able to get a job in the town's small post office. Letter writing had become fashionable since the office opened. But I was unaware of the work it took to get a letter to its destination. Normally, letters and packages were received from the locals; then we had to verify that they had the sender and addressee information correctly identified, the various postage stamps required, and, finally, charge for the service. The whole process had to be done with a totally cordial and respectful attitude.
The latter was not very difficult to do since, being a small town, most of the people knew each other.
Even so, at the end of the day, came the hardest work, organizing all the letters and packages in the different outgoing shelves, with their respective destination, so that when they were moved, they would arrive at the correct address.
Those going out of the country were treated differently and had to be forwarded to the post offices in the capital.
The supervisor was very strict, he was a tall, dark man with a face of few friends. From time to time he would check to see if a package was on the wrong shelf. If so, he would make a fuss and stop the whole process.
I had barely been working for 15 days when the inevitable happened. Predictably, my luck had run out. As I mentioned at the beginning, there was always some unforeseen event that changed my destiny.
It was only 2 o'clock in the afternoon and as usual here in town, the influx of customers diminished almost in its entirety. There was only Mrs. Adelia, with her infinite patience accumulated by her 70 years, who liked to send letters to her children in the capital. Behind her was a neatly dressed, skinny guy with long arms, pale as the moon, his yellow fingers stained with nicotine.
He had recently become a regular customer. From what I understood, he was a fellow who came from the capital and had been staying in San Carlos, serving as a teacher of letters, an eminence from the capital who did not wish to be recognized; I had also heard that he had written some books. How do I know about this? Well, it's a very simple, small-town big inferno.
It was very difficult to have a secret life in San Carlos. Rafaela, my box office partner, took care of that. It was more convenient to fall into the grown-up Boca Toma than to fall on her tongue.
In my short time as a cashier, I had never dealt with that guy. That particular day he seemed distracted, perhaps anxious, moving from side to side waving an envelope in his left hand and in his other hand an unlit cigarette. I had already called his attention to the fact that smoking was not allowed inside the office. A comment that was not to her liking.
Rafaela had not arrived from her lunch break and for that reason, I was the only employee serving the public.
Finally, Mrs. Adelia finished paying for her order and it was the gentleman's turn.
As usual I greeted cordially
"Good afternoon, how may I help you?"
He let out a long sigh and left on the counter a letter, along with some coins. I took the money, affixed the postage stamp, and tossed it into the letter basket. The cash register made its usual noises as I keyed in the amount and finally, spit out the receipt.
"Have a nice day," I mentioned as I handed over the receipt.
He took the receipt without saying a word, without changing his frown, scratched the two-day-old beard that grew on his chin, and left.
Rafaela entered at that precise moment, greeted him with a "good afternoon", but the gentleman only nodded his head so as not to be rude.
Rafaela told me that she was late because she had found out that the niece of I don't know who had eloped to the state of Bolivar with a guy she hardly knew. She went on with her cackling and I just nodded wide-eyed at what she was saying.
"So demure she looked," she commented.
"Her mother was undone."
At that moment, the little bell on the office door rang and I was grateful that Rafaela had stopped her chattering. To my surprise, the fellow guy had returned.
"Good afternoon," he greeted hurriedly.
"I need my letter back," he ordered.
"That's not possible," I politely commented, "the letter is already in the hands of the post office."
The enraged man slammed a loud bang on the counter with his open hand.
"What do you mean, no?" he shouted.
Maybe the man was taller than me, but I didn't eat size and I was only scolded by my mother.
Rafaela, surprised, held the small gold christ hanging from her chest and approached my stall.
"Juan, don't say that. Just ask him for the receipt and make a note," she replied nervously
"The post office doesn't do returns," I replied.
She looked me in the eye with an anguished expression. Definitely, Rafaela, she was scared of nothing.
But I knew what that meant, at the end of the day, my cash account wasn't going to balance, which would lead me to explain myself to the supervisor, who didn't like excuses.
The man drummed his fingers on the counter wandering his eyes from mine to Rafaela's.
"Very well, give me the receipt," I reluctantly extended my hand.
The man drew a haughty expression on his face for winning the battle, fortunately, it drained like coffee in a cloth strainer as soon as he reached into his pockets.
Overwhelmed, he began to pull out all sorts of things from his pants pockets: coins, crumpled papers, a cigarette box, a pen, some keys. Although he also went through his shirt pockets, he couldn't find what he was looking for.
"No receipt, no letter," I pleaded with a Machiavellian grin.
"I don't have it, anyway, the letter has my name as the sender. My name is Marcos Jose Paredes," he exclaimed proudly as if that meant something to me.
"Here is my ID card if you don't believe me," he barked annoyed, suddenly dropping the ID card on the counter.
The veins in his forehead were beginning to dilate. The nostrils of his big nose were expanding with every breath.
Rafaela, mute, insisted with her gaze for me to hand her the letter.
I took my time to shuffle the letter to me and then slowly read her name.
I shuffled my feet to the basket of letters as I scrutinized the haughty pose she had in the photo on his ID card.
The letter was in full view. Swarming over the others, laughing at me. I took the letter to verify the name on the ID.
The Machiavellian smile returned to my face again. The famous eminence of the capital had only been initialed.
"Unfortunately I cannot return your letter" and without giving him time to answer, I continued, "the letter has only initials and the surname Paredes as sender."
The man's face turned red, he clenched his fists and left throwing the door behind him.
"Who does that city guy think he is," I asked a Rafaela who was as pale as a ghost.
"You shouldn't have treated him like that, that man has his outbursts," she replied looking at the door she had slammed a few seconds ago, "I've been told he's very strict as a teacher."
"Pssst," I spat
"With that haughty and despot attitude he's not going to intimidate me", I retorted.
The afternoon ended with no more news, forgetting about the energetic man. I finished my work and said goodbye to Rafaela.
I had barely crossed a couple of blocks from the office when the man appeared from behind a corner and grabbed me by the neck and threw me into an alley. It was not yet 6 o'clock in the evening and his breath already exuded liquor.
Marcos
I had been living in this small town for six months now. I had made the decision to get away from the hustle and bustle of Caracas (Capital city), looking for new ways to get inspiration and thus break this damned block of more than 3 years that did not allow me to write.
I was recognized not only nationally as an award-winning writer, but also in much of Latin America. I was tired of being a victim of the flattery and vanity of the circle that surrounded me in the capital.
Fame was capricious and the public was always hungry for new titles. When will you create a new work of literary art? the wife of the president of the republic would ask. I knew her very well, she was a very educated lady, however, obsessed with my talent, she constantly demanded my literary skills.
I left Caracas when a comment from her reached my ears, disappointed with my last essays for not having the depth and passion I used to have at the beginning. The high-brow circles agreed with her.
I picked up a map of the country and randomly put my finger on a place and decided to live there.
San Carlos, a totally rural place, with a sultry heat of hell that weighed on the shoulders, with barely a square as a means of entertainment and a couple of public telephones. This prevented constant calls from publishers and distractions from advertisers.
However, in order not to lose the habit of keeping in touch with language and literature, I offered my expertise by showing my extensive curriculum in an experimental university that was taking its first steps in the area.
It was there that I met Zulay, a beautiful flower emerging from the depths of the shantytowns of Guanare, capital of a neighboring state, as rural as San Carlos, perhaps even more so. She was a diamond in the rough with an innate analytical capacity never seen before.
She was a muse who inspired the creation of astonishingly idyllic adventures that could make Homer look like a mere comic book writer.
Suddenly, San Carlos became a paradise, idle afternoons were filled with research and analysis of the works of great writers, among them, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva.
Soon her presence became a necessity, I became addicted to her conversations. I had the impression that she could see through me. Healing the tormented and traumatized child and adolescent I had buried, long ago, deep inside me. Sadly, this was not the case.
Inevitably, my primitive, masculine side desired from her what she could not give me, her heart. Like a new toy, I had no desire to share her with anyone. I would do anything to turn evenings into the night.
In a fit of jealousy, I dared to break the moral line that separated teacher from student. I tasted the delicate nectar of her lips. Ambrosia of gods. For an eternal second, I felt I was reciprocated. The ephemeral feeling collapsed when I heard her say: I am married.
I never saw her again. I hated her with all my soul. Time passed and the hatred turned into an obsession and my longing for her grew even more. I then found out that she had returned to Guanare. Finally, by dint of reprimands, I obtained from her friends, her telephone number and home address.
I called her hundreds of times, but when I heard different tones of voice, she immediately hung up. I had become totally angry and calculating. I persisted until I finally got her tone of voice. I begged her to return to San Carlos, but she hesitantly and in a brittle voice implored me not to call her again.
On the verge of madness, I decided to write her a letter in which I threatened to commit suicide. My life was meaningless without her presence. I blamed her for having given reins to unrequited love. Blinded, I blamed her for being cold, insensitive, and manipulative.
Inside me, I hatched a plan to take her away, to another country if necessary. And if I couldn't, I would make sure she didn't belong to anyone else. I had become a monster. But there was no turning back now.
The letter was heavy in my hands, desperate to reach its destination. Held up by a nosy old lady who kept telling her grandchildren's experiences to the postmaster. For some reason, I was alone. Rafaela was conspicuous by her absence.
Unavoidable to keep still, I took out a cigarette to calm my anguish.
Immediately, the clerk warned me that it was forbidden to smoke inside the office. Who the hell did this poor devil think he was? Didn't he know who he was talking to?
That dwarf, with his eyebrows so bushy they looked like a big hairy caterpillar stretching from ear to ear. Perhaps he was the missing link that many scientists were looking for in Europe and were unaware that he resided in this small forgotten town.
My mind recited every word written in the letter, a part of me shuddered at the new being I had become. The animal instinct that welled up inside me filled me with vital energy I had never felt before. The tedium and the ordinary had been forgotten. My whole being was vibrating to make my plan come true.
Finally, the old woman left and like an automaton I delivered the letter, and the money needed to get it there as quickly as possible. I took my receipt and escaped as quickly as possible. Outside I lit my cigarette and filled my lungs with the longed-for poison. Soon I felt the tar and nicotine traveling in my bloodstream.
In a glimmer of sanity, my rational mind issued an alarming thought. A letter was perhaps not the most effective thing for the plan, it might even become evidence against me should anything go wrong.
"Damn it!", I spat as I threw the cigarette on the floor and stormed back to the post office.
I flung open the door and ordered the midget to give me back my letter. However, the ape in charge hid behind a crude company policy.
Fortunately, Rafaela was already in the office, she opted for logic and sided with me. Our arguments changed the primate's mind in front of me.
He swallowed his words and agreed to give me back the letter. It was obvious that he didn't know who he was dealing with. However, he asked for the receipt of the transaction to look for the letter. I assumed his little brain was incapable of searching through the only two letters that had arrived that afternoon.
Tired of his stupidity, I reached into my pocket for the receipt. Surprisingly, it was not to be found in any of my pants pockets or even my shirt pockets.
The situation had definitely worn on my patience. This was all nonsense.I pulled out my ID and explained in detail, to the chimpanzee, that I was the one who had written the letter. My name was on the return address.
In my obsession to make the letter-perfect, I had forgotten to put my full name. The orangutan used that premise to deny me what was rightfully mine. It was evident that these beings only understood one kind of language, the physical one.
I left, slamming the door behind me.
This was not going to stay like that, I would wait for the automaton to come out and then I would teach him a couple of lessons so that he would learn to respect his elders. It would be a piece of cake to intimidate his inferior mind, which was evidently no match for my lofty intellect.
It was still a few hours before the office closed, so I went to the nearest bar and entertained myself with a couple of beers while planning how to approach the poor wretch.
The church bells in front of the square announced 5 pm. So I paid my bill and waited to see which way the guy would go when he left the office.
I was sure he was going home to change his uniform. I followed him closely from across the street. I calculated his direction and went ahead to intercept him in a small alley at the end of the street.
As soon as he crossed the street, I grabbed the little guy by the collar and threw him into the alley.
Finale
Marcos, when he was in college, had joined the boxing club to relieve the stress he felt against the unfair grades he was getting in his subjects. He had won a couple of friendly fights in the ring, breaking a few jaws and also some ribs along the way. Even at his age today, he didn't forget how to land a couple of accurate punches that made his opponents' knees buckle. For a second he felt sorry for hitting a man smaller than him, but he definitely deserved it. In the heat of the alcoholic influences, he set out to beat the small being in front of him to a pulp.
What the city-dweller did not know was that Juan, as a child, was in charge of marking the cattle on his father's farm and often had to struggle with them to keep them still. This activity naturally increased his strength and defined his body muscles. His work picking up and throwing sacks of vegetables into the trucks also created a resistance that his aggressor never expected.
Marcos hit him in the stomach with a blow that left him breathless and he let his guard down, invaded with angry violence he began to punch him but Juan covered himself with his arms and resisted the strong blows he was receiving, waiting for the opportunity to take him unawares.
Marcos lost his speed at the 3rd blow and it was the moment Juan was waiting for. He managed to grab him by the skin of his stomach and lifted him over his body and threw him against the opposite wall.
Some bystanders had gathered to watch the spectacle, for the monotonous life of the town, it was like witnessing a unique event. None of the men witnessing the battle wished to stop the fight. Excitedly they began to cheer for the smaller of the two.
Juan, oblivious to what was going on around him, quickly lunged at his aggressor and, taking advantage of his shock, once again picked him up by weight, just like the calves he had fought as a young man, and slammed him to the ground.
The excitement of the crowd caught the attention of some women who, seeing the reason for the commotion, panicked, ran to call the authorities.
Marcos raised his hands as a sign of no longer fighting. Juan stopped panting and turned his back, ending the fight. However, for Marcos the fight was not over yet, he took advantage of his opponent's carelessness and grabbed a nearby boulder, and lunged at Juan. Fortunately, he only managed to hit him on the shoulder near the neck. Juan fell and rolled away.
Marcos imagined that he had finished Juan. To his astonishment, Juan got up in a huff and lunged at Marcos, smashing him against the wall next to him, in a quick movement he went around him and grabbed him by the neck with his arm and put pressure on him, causing him to lose his breath. Marcos' face turned red and his eyes became bloodshot.
It took 3 policemen to separate Juan's arms and prevent him from ending Marcos' life. Both were arrested and taken to prison.
The letter never reached its destination as Rafaela had kept it to deliver it to Mr. Marcos.
Contrary to what we all believe, this type of physical behavior, for the most part, brings men together. Marcos and Juan, despite having brutally beaten each other up, became great friends for life.
Marcos, after getting the demons that tormented him out of his system, decided not to torment Zulay again.
The universe, call it as you will, finds unexpected ways to take us to our destinations without asking our permission.
See you next time.
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