Una mujer madura, pero aún vibrante, se preparaba para un nuevo día. Su rostro, maquillado con tonos cálidos, reflejaba la esperanza que la sostenía cada mañana. Desde hacía meses, su rutina diaria incluía revisar el teléfono, donde la esperaban los mensajes de alguien especial, un amor que había nacido en la distancia a través del chat. Cada notificación, cada mensaje, alimentaba una conexión que trascendía las pantallas.

Esa mañana, mientras terminaba de delinear sus ojos con un toque de color esperanza, sintió una extraña inquietud en el pecho. Algo le decía que este no sería un día común. Al salir de casa, el ajetreo de la ciudad no lograba sacarla de sus pensamientos; sus dedos casi temblaban al abrir su teléfono, esperando el mensaje que, como cada mañana, le daba fuerzas para continuar. Pero ese día, el mensaje fue diferente.

El mensaje anhelado llegó. Lo leyó, y su corazón se aceleró. La incertidumbre que había sentido durante meses se desvaneció, dando paso a una emoción ensordecedora. Lo que estaba por pasar era más que un simple encuentro; era la materialización de ese amor virtual.

Llegó al lugar indicado en el mensaje, un local en el que vendía raspados de parchita con leche condensada. Al entrar, un aroma desagradable la envolvió, pero también se sorprendió cuando lo vio sentado al fondo con una sonrisa que iluminaba el lugar. No había palabras para describir la alegría, finalmente, su amor había cruzado la frontera virtual para convertirse en algo tangible. Aunque el sitio era asqueroso, no le dio importancia. La esperanza que había sostenido durante tanto tiempo se había transformado en una realidad hermosa.

El tiempo junto con la vida siguieron su camino y los chats y el amor se desvanecieron. Solo quedó el recuerdo de un amor nacido en la distancia, con un final tan agridulce como el aroma que la recibió aquel día.