Cuando Frank vio a aquel hombre en el atestado colectivo supo que había encontrado a la víctima ideal, era de pequeña estatura, en apariencia inofensivo e iba ocupando los asientos del final del autobús. Sin embargo, cuando minutos después se vio sobre el pavimento, contemplando con terror las ruedas del camión que dentro en unos segundos harían de su cuerpo una masilla irreconocible supo que había cometido el más grande error de su vida.

Pero nada podía sospechar mientras, aún de pie, agarrado de los asideros del techo esperaba a que el vehículo se desocupara y comenzaran a quedar libres los asientos aledaños a su objetivo, y no tuvo que esperar mucho pues el colectivo ya se aproximaba al final de su ruta. Se sintió afortunado al ver que el hombre no daba señas de apearse aún. Unos minutos después estaba sentado a su lado mientras “El Bobo” su compañero y cómplice ocupaba el asiento posterior a su víctima. –Hey, ¿que hubo guay? -pretendió saludar. El aludido le echo una ojeada de reconocimiento sólo para decirle un “Todo bien” y se volvió hacia la ventanilla. –Hey, guay, ¿tienes algo por allí para ayudar a un hermano? –inquirió Frank sólo para oír un “Lo lamento, no tengo”. De haber sabido lo que vendría, Frank habría dejado en paz al sujeto para buscar a otra víctima. Pero estaba a mitad del “procedimiento”, por supuesto que si la víctima asentía y sacaba dinero él se encargaría de despojarlo de todo lo que tuviera, teléfono, reloj, cadenas, anillos…. Y si el objetivo se rehusaba desde el inicio, como en el presente caso, se implementaban los otros métodos de persuasión que pocas veces fallaban –Entrégame el teléfono – ordenó con violencia al pasajero. Al mismo tiempo y desde atrás “El Bobo” soltaba la acostumbrada charla del –No te pongas “popi” o te dejamos “pegao” aquí mismo. Entrégale el teléfono y nada habrá pasado–. Pero para asombro de Frank el hombrecito se volvió y le encaró sólo para exhibir una, si se quiere, cordial sonrisa. Y ahí comenzó su perdición. No se dio cuenta como de pronto él y su compañero dejaban los asientos y se encaminaban hacia la puerta del vehículo abriéndose paso entre unos pocos pasajeros que aún aguardaban su parada. Poco después la gente gritaba impresionada ante los dos chalados que habían saltado del autobús que en ese momento circulaba por el canal rápido y eran arrollados por los autos que venían por el otro canal.

El misterioso pasajero llegó a su casa a la hora de siempre. Las demoras no eran algo común en él. Se aseguraba de dejar todo a punto en la oficina y así no tener asuntos pendientes a la hora de salir, salvo que su jefe le requiriese a última hora, algo no muy frecuente en realidad. Pero de vez en cuando llegaba después de lo acostumbrado y eso porque a veces se le iban los minutos en el centro comercial “Unidos” que había a unas cuadras de su casa, aunque no eran siempre las compras lo que le llevaba a entrar allí. Debía reconocer que probablemente tuviese interesado en una de las cajeras ¿Era mutuo? No podía decirlo. Las mujeres eran un asunto la mar de complicado. Pero prefería pensar que así era, optaba por tener una esperanza con la cual motivarse. Por otra parte, pocas veces corría el riesgo de engrosar la cifra negra de víctimas de la delincuencia, ese inventario de personas que son objetos del hampa y que sabiendo que sus esfuerzos serán inútiles no denuncian los hechos a las autoridades. Podía haber hecho que aquellos sujetos se dispararan entre sí, eso si realmente portaban armas (y que estas no fuesen de juguete), el uno le habría disparado al otro y aquel se había introducido el cañón en la boca antes de disparar por última vez, pero algún pasajero podría haber resultado herido. Y no valía la pena arriesgar la vida de nadie por un despojo social. Claro que, por la forma en que lo hizo, el conductor del autobús tendría alguna no muy amena cita con las autoridades por no tomar las medidas de seguridad adecuadas con los pasajeros. aunque eso coadyuvaría a que mejorase el transporte público.

Recordó la primera vez que había notado que sus pensamientos servían para algo más que pensar. Aún veía con claridad a su profesor de química quien nunca fue de su preferencia en clase ni de la de muchos alumnos, ese día había estado más insoportable que nunca y él había sido el objeto de sus chácharas y burlas –¿Creen ustedes que un individuo como Méndez será alguien productivo para la sociedad?– ¡Nooooooo!- Había contestado toda la clase. De acuerdo, no había llevado la tarea ni tampoco había recordado hacerla, pero ¿era esa razón para exponerlo ante toda la clase? Vejado y humillado sólo pensó en esas películas en las que alguien comienza a darse fuertes golpes en la cabeza contra la pared y deseó ver en ese alguien a su profesor que en ese momento se dirigía a la pizarra, tan ensimismado estaba en sus cavilaciones que casi no notó cuando el maestro comenzó a darse de cabezazos contra el muro de concreto que hacía las veces de pizarrón, sólo la algarabía de los extrañados estudiantes lo sacó de sus pensamientos y en ese preciso instante el profesor pareció despertar de un sueño mientras se tocaba la frente magullada. Por supuesto que Méndez no dio total crédito a que la conducta del educador hubiese sido infundada por sus deseos. Pero tuvo la oportunidad de comprobarlo solo unos días después cuando González y Salcedo, los matones de clase le acorralaron en la cancha de básquet porque, según ellos, había llegado el momento de eliminar a los tontos y ellos habían asumido orgullosamente aquella cruzada. Claro que él siempre perteneció al grupo de los tontos, raritos o extraño del colegio, algo que, pese a todo, le mantenía sin cuidado hasta que alguien como Gonzáles y Salcedo decidían hacérselo saber. González se le había ido encima, mientras Salcedo se limitaba a contemplar la escena muerto de la risa al tiempo que sacaba de la inmensa mochila que colgaba a su espalda un bate de beisbol. González, luego de propinarle dos puñetazos le había derribado de un empujón, pero ya en el suelo Méndez deseó que Salcedo propinara un batazo a su compañero de perversidades, para su asombro, no había terminado de concebir aquello cuando el bate de Salcedo se estrello con un sordo golpe contra el hombro de González. El muchacho, debatiéndose por el dolor se olvidó de su víctima para encararse con su compañero quien extrañado y alelado por lo ocurrido se alejaba unos pasos temeroso de González, este último le propinó un fuerte golpe en el rostro que sin duda debió sacar algunos dientes de su lugar, casi por reflejo o por rabia Salcedo contraatacó con un nuevo golpe de su madero, instante que aprovechó Méndez para alejarse corriendo dejando a sus dos atacantes ocupados en una encarnizada lucha.

Así había tomado constancia de su poder, y desde entonces siempre que veía a alguien someter a los más débiles, raros o tontos de clase se aseguraba de que el agresor tuviese su merecido en ese preciso instante. Y ya de adulto, las cosas en relación con su poder no habían cambiado en lo absoluto.

Se preparó una rápida cena completada con un vaso de leche y unos minutos después estaba en cama revisando sus estados en el teléfono que minutos antes había sido el asunto de interés de dos delincuentes (aunque ni siquiera llegaron a verlo). Poco después se quedó dormido. Al día siguiente, y como toda la rutinaria vida de los mortales, abordó otra unidad que debía llevarle a su trabajo. Una mujer que se podía contar entre los habituales pasajeros ocupó el asiento a su lado y comenzó a ojear el diario que traía en su bolso. –Si ocurriera esto todos los días no tendríamos tanta delincuencia– dijo dirigiéndose a él –Méndez dejó de observar por la ventana para oír sus palabras, aunque sin verla siquiera –¿Puede creer? El Bobo y el Frank fueron atropellados ayer-. Méndez exhibió una pequeña sonrisa condescendiente antes de dirigir nuevamente su atención a la ventana. Poco después la unidad pasaba por el lugar donde el día anterior los dos miembros del hampa habían sido arrollados. El silencioso pasajero echó una ojeada al lugar sin mucha emoción. Recordó una vez más a su profesor de química y se preguntó si aún pensaría que su alumno olvidadizo no sería alguien de provecho para la sociedad.