Azalea, la misma noche de su nacimiento, perdió a sus padres en un accidente cuando se dirigían al hospital. Es un misterio que la bebé no sufriera ningún rasguño debido a la magnitud del impacto. Los bomberos hallaron el vehículo hecho una bola de hierro y a la niña en el reposapiés, aún unida al cordón umbilical.

Su único pariente era su tío materno, Horacio, un hombre gruñón, que vivía alejado de la civilización y de los lujos que heredó con su hermana, fortuna de la cual renunció, cediéndole todo a ella para marcharse. Pero había una condición propuesta, si la mujer fallecía primero que él, inmediatamente todo regresaría a sus manos, incluyendo el cuidado de sus sobrinos, en caso de que existieran y perdieran también a su padre.

Durante meses Horacio tuvo pesadillas espantosas, en ellas Evangelina, su hermana, lloraba y le pedía regresar pronto a casa, pero él ignoraba los sueños, hasta que no pudo más y decidió ir a visitarla. Entonces bajó de la montaña donde vivía, caminó durante dos días y medio con una sensación que no le dejaba respirar bien, cuando llegó a la ciudad se encontró con la triste noticia y su corazón se destrozó.

Cuando le entregaron a la niña, ya tenía 6 meses, la tomó en sus brazos y sintió un profundo desprecio por ella, la culpaba de ser una distracción y quizás la principal razón por la que chocaron con el camión que estaba averiado en la carretera. Desde ese momento la asoció con el mal en su sangre, y comenzó a llamarla Azalea, como la planta venenosa que estaba en el prado. Sin embargo, era lo único que le quedaba de Evangelina y se la llevo a su hogar.

La niña crecía en un lugar peligroso, lejos del mundo moderno. Un bosque, oscuro, misterioso, donde la luz del sol apenas se filtra entre las hojas de los árboles y el aire suele ser húmedo, pesado. Siempre hay silencio, a menos que lo interrumpa el sonido de los animales o el chasquido de las ramas y el crujido de las hojas secas bajo los pies de sus únicos habitantes.

Su cabaña era sencilla, hecha de materiales naturales como madera, piedra y barro, no tenía electricidad ni agua corriente, su tío le enseñó que debía procurarse su propia comodidad y sustento. A veces también se quedaban en la cueva cerca de un río que ofrecía buena pesca, en general, Azalea y Horacio llevaban una vida tranquila y apacible, aunque tenían la sensación de que algo les vigilaba y a él le disgustaba un poco. Pero ambos pasaban el tiempo meditando, plantando, cazando, leyendo, dibujando y bebiendo té, entre otras cosas. Era una relación de amor y odio.

La pequeña tenía una profunda conexión con la naturaleza y los animales que les rodeaban, podía pasarse horas observando los gusanos, los reptiles y algunos animales salvajes. Incluso cuando tenía que cazarlos, pedía permiso al bosque y le explicaba que era necesario alimentarse de su carne para sobrevivir. Por cierto, Azalea tenía ocho años.

Horacio y ella pocas veces se separaban, de hecho solo dos veces ha ido a la ciudad con él y llegó a la conclusión de que no le gustaba, además pensó que no era necesario, porque el bosque te abastecía de todo lo que necesitabas.

Un día salieron de la cabaña a revisar las trampas, su tío no tuvo suficiente cuidado con los obstáculos del camino y tropezó, en consecuencias se lastimó una pierna y le fue imposible seguir avanzando, por lo que tuvieron que regresar para que él pudiera descansar. Azalea ahora debía encargarse de conseguir agua y comida para los dos durante al menos un mes.

Todo marchaba excelente, la niña gracias a los conocimientos adquiridos por Horacio se le hacía fácil manejar cualquier situación dentro y fuera de la cabaña. Una tarde salió a recoger frutas para la cena, mientras exploraba se distrajo con un nido de perdices y escuchó el sonido de una rama rompiéndose, dejó lo que estaba haciendo y continuó su camino, era extraño, sentía que algo la acechaba en las sombras.

Preocupada por lo lejos que estaba aún de su hogar, acelero el paso y comenzó a cantar para ahuyentar el miedo que experimentaba. Pero era inevitable no sentir el aliento caliente de una criatura desconocida respirando cerca de su espalda y bruscamente se echó a correr.

Agotada, se detuvo para recuperar el aire un momento y se escondió detrás de un tronco seco, de vez en cuando asomaba la cabeza e intentaba averiguar quién la seguía, pero no vio nada. Cuando pensó que estaba a salvo y volvió a mirar, un rostro aterrador y siniestro respiraba en su cara, era una mujer anciana, de cabello largo, enmarañado y blanco, piel pálida, bastante arrugada, dientes amarillentos y podridos, ojos hundidos y oscuros que parecían mirar en su alma. A Azalea le sorprendió la enorme nariz ganchuda, postrada con verrugas y cicatrices.

No había duda de que sabía lo que era aquella cosa, incluso su collar de huesos y su sonrisa maligna la delataban. Un grito retorcido resonó en el bosque ahuyentando a los pájaros, una punzada en el corazón de Horacio lo despertó y se preocupó, ya era casi de noche y su sobrina seguía sin aparecer.

Se desató una tormenta y el hombre se disponía a salir a buscarla, tomó su bastón y al abrir la puerta el viento lo meció sin piedad hasta que perdió el equilibrio. Los relámpagos lo iluminaron todo, se levantó sufriendo, sintió crujir el hueso de su pierna al intentar caminar, de pronto vio algo que se acercaba a él, tardó en distinguir, según la luminosidad, era una pequeña silueta con capa, ropas oscuras desgastadas.

Azalea, apareció ante él, con aspecto, ojos negros diferentes, que lo juzgaban. Horacio lo notó, mientras un frío le recorrió todo el organismo.